Hasta ahora había venido considerando que Internet sólo me reportaba beneficios. La inmediatez en la comunicación, el acceso a todas las fuentes del conocimiento, la apertura de caminos plenamente libres para la expresión de nuestras ideas... Sin embargo, acabo de descubrir un pequeño inconveniente en tan maravilloso invento del hombre moderno. La Red te puede llevar a que, durante una noche de aburrimiento, navegando y navegando, termines leyendo estupideces, insensateces, y, lo que es peor, ciertas afirmaciones que te hacen dudar de que realmente vivamos en un Estado de Derecho. También es cierto que en esas ocasiones me viene a la memoria una frase que el recordado Santiago Amón repetía con frecuencia, y que con el tiempo he comprobado cuán cierta resulta: en España no cabe un tonto más.
En efecto, uno de esos periplos no premeditados me acabó conduciendo a la web de la Asociación de Jueces para la Democracia. Este grupo de jueces, que con su propia denominación acusa al resto de sus compañeros de no procurar la defensa del sistema democrático, dedica una especie de editorial a comentar la reciente reforma laboral aprobada por el Gobierno. No me sorprendí por la colección de tópicos progres que se sucedían a lo largo del artículo. Que si la nueva regulación ataca la esencia del derecho del trabajo, que si la tutela normativa que había venido otorgándose al trabajador se mercantiliza, que se refuerza el poder unilateral del malvado empresario frente al desvalido trabajador... En fin, lo que llevamos oyendo desde hace más de treinta años, y que nos ha supuesto mantener uno de los sistemas de relaciones laborales más rígido y obsoleto del grupo de países desarrollados, y que ha provocado que tengamos cinco millones y medio de parados.
Lo que sí me impactó fue leer el último párrafo de este panfleto. Estos adalides de la democracia amenazan de la siguiente forma: Nuestra obligación como jueces garantes de los derechos fundamentales de los trabajadores es continuar aplicando las leyes laborales conforme a los principios y valores constitucionales, poniendo freno a los posibles abusos de tan amplias posibilidades de disposición del contrato de trabajo que se otorgan al empresario. Seguiremos sin duda en esa línea, obviando las muestras de desconfianza del legislador materializadas en las reformas introducidas a la ley procesal, aún desde la insostenible carga de trabajo que estamos soportando. Es decir que no están dispuestos a cumplir la ley. Que quienes tengan la suerte de tener que solventar su cuitas en un juzgado servido por alguno de estos jueces, pueden estar seguros de que este Decreto Ley no les será de aplicación.
La historia de España nos ha enseñado que la izquierda sólo respeta la decisión democrática de los ciudadanos cuando coincide con sus planteamientos. Basta recordar lo que ocurrió después de las elecciones de noviembre de 1933. Y por desgracia, nuestros progres de hoy se consideran herederos de sus ancestros de la II República. Es inadmisible que un juez declare con semejante descaro que no está dispuesto a aplicar una norma con rango de ley. La Constitución Española considera como uno de sus pilares esenciales el principio de legalidad. Todos los ciudadanos y todas las instituciones del Estado, incluidos los jueces, están sometidos al cumplimiento estricto de la ley. Dice el artículo 117.1 de la Carta Magna: La justicia emana del pueblo y se administra en nombre del Rey por Jueces y Magistrados integrantes del poder judicial, independientes, inamovibles, responsables y sometidos únicamente al imperio de la Ley. Resulta cuando menos sorprendente que el Consejo General del Poder Judicial no haya hecho el más mínimo comentario en relación con este desafío. Se imagina lo que habría ocurrido si otra asociación de jueces hubiera manifestado semejante voluntad de desacato a otra ley, digamos más políticamente correcta, como la de los matrimonios de personas del mismo sexo o la del aborto. Sin duda, habrían sido quemados en la vía pública.
He de reconocer que a mí no me convence la reforma laboral. Es verdad que atenúa alguna de las barbaridades que perviven en nuestra legislación desde los años cincuenta. Pero es demasiado pacata. El contrato de trabajo en una sociedad moderna y avanzada, no es otra cosa que un acuerdo entre dos personas libres, el empleador y el empleado, que tienen intereses coincidentes y que deberían poder pactar las condiciones de esa relación jurídica con plena libertad. Mientras que no se superen la concepción decimonónica, que parte de la idea de que un insaciable empresario quiere explotar a un desvalido trabajador, será imposible que España tenga un mercado laboral ágil que permita que, cuando la economía va bien, el paro descienda a niveles prácticamente equivalentes al pleno empleo, y que impida que, en épocas de crisis, el desempleo alcance las escandalosas cifras que ahora estamos sufriendo. Pero mientras esas modificaciones legales no se produzcan, todos (incluidos los jueces para la demagogia, perdón, para la democracia) debemos cumplir la normativa vigente.
Una de las cuestiones que la reciente modificación legal no ha abordado y que, vistas las cosas que están ocurriendo, deberá acometerse en un futuro próximo, es la eliminación de los juzgados denominados de lo social. Bajo la excusa de que son jueces especialistas en la materia, se creó esta jurisdicción separada de la civil. Cualquiera que haya estudiado Derecho sabe que la legislación laboral no es más complicada que la que regula otras materias (los seguros, los mercados financieros, la bolsa de valores, los modernos contratos mercantiles transnacionales...), y cualquier juzgado civil podría perfectamente enfrentarse con plena solvencia a los pleitos entre empresarios y asalariados. El mantenimiento de estos juzgados reafirma esa equivocada idea de que el contrato de trabajo es un ámbito excepcional en el que no se pueden aplicar los principios generales de igualdad de todos ante la ley y libertad de pacto entre las partes.
La crisis que estamos atravesando quizá tenga como único efecto laudable el abrimos los ojos y mostrarnos todas las ineficiencias económicas e institucionales que lastran nuestro pleno desarrollo. Y a los liberales nos plantea el gran reto de explicar a nuestros conciudadanos que sólo con más libertad individual, con un respeto sacramental por la igualdad de todos ante la ley, y con un fuerte retroceso del asfixiante intervencionismo del Estado, conseguiremos que cada persona pueda labrarse su propio futuro, haciendo realidad el derecho a la búsqueda de la felicidad que los sabios Padres Fundadores plasmaron en la Declaración de Independencia de los Estados Unidos.
Marzo de 2012.