Llevamos ya cerca de dos meses inmersos en una angustiosa y frenética lucha contra un virus que, sin saber todavía muy bien cómo, nos ha cambiado por completo la vida. Nuestras modernas sociedades habían llegado a la conclusión de que todo lo tenían controlado. El hombre actual, heredero de la Ilustración y revestido de la absurda prepotencia que le ha proporcionado el desarrollo de la ciencia, se ha olvidado de cualquier referencia a Dios y, por eso, su desconcierto es aun mayor.
Desde que el virus se instaló en nuestras vidas andamos todos muy preocupados indagando en toda clase de foros noticias esperanzadoras sobre el descubrimiento de la vacuna que nos permita deshacernos de la enfermedad y volver a nuestro habitual estado de autocomplacencia. Sin embargo, a mí me empieza a preocupar cada vez más que haya tan poca gente que ansíe con la misma intensidad una vacuna contra el totalitarismo, sobre todo si este es de izquierdas.
Encabeza Hayek su profética obra Camino de servidumbre con una cita de Alexis de Tocqueville: «Habría amado la libertad, creo yo, en cualquier época, pero en los tiempos en que vivimos me siento inclinado a adorarla». Si el autor de Democracia en América hubiera vivido hoy, seguro que tendría que reinventar la frase para darle, si cabe, más énfasis. Y es que en estos días nos enfrentamos a tres sedicentes axiomas que amenazan la libertad de cada uno de los ciudadanos.
Cada vez que una catástrofe aparece en el horizonte de un país, empiezan a surgir voces que nos previenen de los peligros de la falta de unidad entre las fuerzas políticas. Los medios de comunicación oficiales y oficiosos nos avasallan con permanentes consignas para que hagamos un frente común con nuestro Gobierno. Se nos insiste en la necesidad de unificar la información para evitar los bulos. Nos piden que depositemos toda nuestra confianza en el Estado, que dejemos trabajar a nuestras autoridades, que son, sin duda, las que más saben. Consecuencia inevitable de todo esto es la demonización del disidente, ya sea un partido político de la oposición, ya un medio de comunicación que no abreve en las fuentes de lo políticamente correcto. Si, además, nos obligan a vivir durante interminables semanas en un estado de excepción en cuya virtud los ciudadanos hemos perdido nuestra libertad de circulación y de manifestación, el sustrato es perfecto para que terminen imponiendo en el Boletín Oficial del Estado definitivas restricciones a la libertad de expresión y al pluralismo político. La historia de muchos países nos ofrece ejemplos suficientes para comprender que este planteamiento no es fruto de la imaginación ni de descabelladas teorías conspirativas.
La segunda de las amenazas que se cierne sobre nuestro futuro se centra en el intento de la anulación de la iniciativa privada. Oímos machaconamente en estos días frases que nos recuerdan que de esta solo saldremos por lo público. Semejante afirmación, además de ser completamente falsa, tiene un objetivo claro: reducir todo lo posible la actuación privada en todos los ámbitos de la vida social y económica. No es verdad que el sistema público sanitario sea el único que está funcionado, ni que sea el que mejor lo está haciendo. Sin discutir la capacitación técnica del personal sanitario del sistema público (que, por otro lado, es idéntica al del sistema privado), lo que sí ha demostrado esta crisis es el lamentable funcionamiento organizativo y material de la sanidad pública. Imágenes de médicos y enfermeros provistos de bolsas de basura como principal elemento de protección, incapacidad de las autoridades públicas para proveer de EPIS o de tests para controlar la enfermedad demuestran que esa perfección de funcionamiento que nos han tratado de vender no existe. Por el contrario, los empresarios privados han sido capaces de acudir a los mercados internacionales y adquirir esos mismos materiales sin que los engañasen como a niños pequeños. También los laboratorios privados, hasta que los han dejado desde el Gobierno, han ofertado la posibilidad de realizar tests a las empresas o administraciones que los solicitasen. Y, desde luego, las clínicas y hospitales privados han seguido funcionando con altos niveles de calidad durante todo este proceso, Si no, que se lo pregunte a nuestra vicepresidenta Carmen Calvo, que acudió a uno de los mejores hospitales privados de España en cuanto apreció los primeros síntomas de la enfermedad. Por tanto, como ocurre en otros sectores como, por ejemplo, el educativo, ni la sanidad pública es la única alternativa posible, ni tampoco necesariamente la mejor.
Y, finalmente, la gran amenaza que de verdad está socavando nuestro sistema de libertades es la del confinamiento eterno y la del estado de excepción, camuflado bajo el de alarma, que parece no tener fin. Los españoles estamos encerrados de forma inexplicable e indiscriminada desde hace más de cuarenta días. No nos han dejado salir ni siquiera a pasear o correr individualmente. Las calles y las carreteras están llenas de controles policiales y nuestras ciudades recuerdan al Berlín oriental de los años setenta. Y ahora pretenden que sigamos en ese estado policial hasta casi el mes de julio. Sin una justificación clara para cada paso, nos irán permitiendo hacer determinadas cosas en distintas fases sucesivas absolutamente incomprensibles. El gobierno de socialistas y comunistas se siente como pez en el agua en este nuevo régimen. Nos están gobernando con Reales Decretos y con Órdenes Ministeriales, sin control del Parlamento, que está en servicios mínimos. Cualquier estudiante de Derecho se echaría las manos a la cabeza si el profesor les planteara un escenario de estas características. Pero, a nosotros nos entretienen animándonos a seguir aplaudiendo todas las tardes a esos sanitarios a los que el Gobierno ha dejado absolutamente desprotegidos.
¡Basta ya de tanto engaño! Debemos reclamar que se restablezca la verdad. Que se den los datos de la cifra de personas que realmente han fallecido. Que nos expliquen por qué no se hacen tests y nuestros laboratorios tienen que exportar todo el arsenal de pruebas que fabrican a otros países que sí los están haciendo de forma masiva. Que cesen las limitaciones injustificadas a los derechos fundamentales y las libertades públicas. Estoy seguro de que más pronto que tarde descubrirán una vacuna que acabará con este virus. Lo que espero es que no sea demasiado tarde para nuestras libertades. Por eso, vayamos inoculando en nuestras conciencias la vacuna que nos prevenga frente a estos ataques a la libertad, y no olvidemos lo que tan brillantemente expusieron los Padres Fundadores que redactaron la Declaración de Independencia de los Estados Unidos: «Sostenemos como evidentes estas verdades: que los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad.».
Mayo de 2020.