Hayek o Rand ya lo advirtieron. La gran lucha contra el totalitarismo no se libraría en los campos de batalla, sino en el debate de las ideas. Pues bien, a estas alturas del siglo XXI, los enemigos de la libertad van ganando.
La Primera Guerra Mundial, el centenario de cuyo inicio este año conmemoramos, no sólo destruyó millones de vidas y a la más brillante generación producida por la civilización occidental. Dio pie a la primera dictadura totalitaria -en Rusia- y a una intervención brutal del Estado en las vidas de los ciudadanos, y por tanto también en sus economías.
Las incertidumbres de los años 30, el temor al bolchevismo y el fascismo, a la ruina por las crisis acarreadas por burbujas especulativas -inmobiliarias y bursátiles- sólo vinieron a incrementar el deseo de que los políticos continuasen proveyendo de soluciones a los graves problemas de la sociedad, tan aterradores, y por tanto también, en la economía.
La Segunda Guerra Mundial aceleró aún más ese proceso, concentrando cada vez más poder en manos del Estado, es decir, de los políticos que lo dirigían. El poder incluso de destruir toda la vida del planeta mediante el armamento nuclear.
A pesar de todos estos retrocesos, generalmente trágicos, allá donde la libertad se ha podido desarrollar, al amparo de las leyes, empujada por un conocimiento exponencialmente creciente, se ha producido el mayor crecimiento económico y de bienestar humano que ha conocido la historia.
Sin embargo, la mayoría de las personas ignora los mecanismos elementales del mundo en que vive. No entienden las razones de sus años de formación, del salario que cobrarán, de por qué tendrán -o no- un determinado empleo, por qué podrán -o no- adquirir una vivienda ya las razones detrás de la pensión que aguardan tras su jubilación.
Las corrientes de pensamiento herederas del socialismo del siglo XIX se han diversificado y difundido en todas las ramas de pensamiento, con todas sus variables, hasta convencer a la mayoría de la sociedad que egoísmo e individualismo son sinónimos, como lo serían colectivismo y altruísmo. Quien se opone a la imparable intervención de los políticos en la vida de las personas son así presentados como entes malvados y egoístas, injustos, insolidarios con los que más sufren, cuyos problemas deberían ser curados por un Estado benefactor, omnipresente y regulador de todas las conductas humanas.
Es necesario plantar cara al pensamiento único dominante, a "los socialistas de todos los partidos", como los denominó Hayek. No hay que cansarse de repetir, con hechos, con números, con razonamientos, que sólo la libertad, el respeto a la ley y la difusión del conocimiento pueden dar a la humanidad el desarrollo y la prosperidad a la que aspira, y no frenar los grandes logros de estos siglos en una espiral opuesta de empobrecimiento y opresión totalitaria por parte del Estado.
La historia no ha concluido ni puede concluir, porque Hegel también erró al anunciar el fin del desarrollo de la libertad. La libertad es un don precario que se construye con una conducta. Y está en peligro cada día.
Este foro es la respuesta ética de un grupo de ciudadanos libres al imperativo moral de nuestra libertad individual.
El próximo 6 de Diciembre la Fundación DENAES para la defensa de la nación española, liderada por Santiago Abascal, ha convocado una manifestación en la Plaza de Colón de Madrid para reivindicar la unidad de España como valor de convivencia y futuro.
Piensa en Libertad, como plataforma de difusión del pensamiento liberal, se suma a esta iniciativa y queremos explicar por qué.
El liberalismo está directamente asociado al propio nacimiento de la idea de Nación Española, desde su plasmación como concepto político en las Cortes de Cádiz y en la primera Constitución, cuyo bicentenario celebramos este año. Dicha lectura del liberalismo, como sustrato político de un cierto nacionalismo sentimental, sirvió de base para muchos de los errores institucionales de los siglos XIX y XX que dificultaron la vertebración de nuestro país en un proyecto integrador. El liberalismo que defendemos en Piensa en Libertad no es ese. El nuestro es el de la escuela austro-británica, representado por Hayek, Popper y von Mises, entre otros, muy próximo también en muchos aspectos –no todos- al objetivismo de Rand.
Nosotros proponemos un Estado pequeño y fuerte, que deje la mayor cantidad de espacio posible a la persona individual y a sus agrupaciones espontáneas, y que centre sus esfuerzos en defender eficientemente la vida, la libertad y la propiedad de las personas.
España, como nación, ha avanzado muchísimo desde 1975 en un nuevo periodo de libertad y consenso. Los principales hitos de esa etapa histórica han sido la Constitución de 1978 y su posterior desarrollo, y la integración en el proyecto continental, consolidado en la actual Unión Europea de las cuatro grandes libertades: para las personas, para las ideas, para las mercancías y para la inversión.
Sin embargo ese proceso no ha sido uniforme, ni ha correspondido con una superación responsable de todos los problemas históricos de nuestra nación. Al contrario, nos hemos encontrado con nuevos obstáculos para el libre desarrollo de nuestra sociedad:
- un “nacionalismo” excluyente en algunas regiones, con manifestaciones violentas o radicales, que ha costado la vida a casi un millar de inocentes asesinados en el altar de ese mito supersticioso. Para calmar a esa bestia la Constitución de 1978 desarrolló un Estado de las Autonomías que ha destruido en muchos aspectos la igualdad de derechos y obligaciones entre los españoles;
- al mismo tiempo, se ha creado una superestructura política inviable, con más de 400.000 cargos políticos y 2.500.000 empleados públicos sin oposición, ineficiente hasta lo ridículo, y generadora de una deuda pública imparable, y que los políticos al frente de ayuntamientos, diputaciones, comunidades y nación se niegan a reducir en lo que les perjudica a ellos;
- y dicho problema ha evidenciado otro aún más de raíz de nuestro sistema democrático: que los elegidos se deben a sus electores, y que éstos no son el pueblo, sino las aristocracias que dirigen los partidos políticos, y que nombran a aquellos más sumisos con la estructura de su organización, con prácticamente ninguna responsabilidad ante el pueblo.
Ante este triple desafío, es necesario reivindicar más
UNIDAD NACIONAL, con lo que esto implica de igualdad ante la ley, ante la sanidad, la seguridad social, la justicia, con incorporación indudable y plena al proyecto europeo.
ESTADO EFICIENTE, con recentralización si es preciso de competencias, eliminación de subvenciones, organismos públicos y entes invasores de los ámbitos civiles, centrando el gasto en los elementos esenciales de sanidad, educación, pensiones, justicia y seguridad.
REPRESENTACIÓN AUTÉNTICA, es decir, una reforma de la ley electoral que permita la elección directa de diputados, a través de representantes individuales de elección mayoritaria en un sistema de distritos, al modo anglosajón. Y elección directa mayoritaria igualmente de alcaldes, sin necesidad de tantísimas asambleas permanentes.
La manifestación del próximo día 6 de Diciembre es un acto plural con un objetivo muy concreto: reivindicar España como garante de libertad y convivencia. Quienes atacan hoy en día la unidad de España lo hacen desde planteamientos tan liberticidas que parecerían inconcebibles en el siglo XXI. Y no sólo representan una amenaza dentro de nuestro país, sino también en otros muchos Estados europeos acosados por el totalitarismo nacionalista de cortas miras.
Por esa razón, Piensa en Libertad se sumará a dicho acto,
pues en estos momentos, sin duda, defender más España significa también
defender más libertad para todos los españoles .
El bolchevismo, posteriormente conocido como comunismo, nació como una escisión del partido socialista ruso, a comienzos del siglo XX. Su líder intelectual sería conocido por la historia como Lenin. Basándose en el materialismo histórico de Marx, quien a su vez bebía de las fuentes de Hegel –todo ello con la remota procedencia en Platón- los comunistas desarrollaron una “religión”. No se trataba de una opinión política, sino de una doctrina completa sobre la realidad, que implicaba el sometimiento total a ella, de la persona, de los grupos y del Estado. Trataba de explicar la naturaleza de los hechos a través de una óptica cerrada y muy concreta, para a partir de ahí, decidir qué debía hacerse. El mundo es injusto, hay ricos y pobres, los oprimidos deben rebelarse y controlar la sociedad y su instrumento ha de ser el partido comunista. Toda la cultura, valores, religiones, principios y elementos sociales pre-existentes son producto de esa desigualdad y por tanto han de ser destruidos para construir la sociedad comunista. Y esa destrucción ha de incluir a los enemigos humanos: miembros de las clases dominantes, sus colaboradores, intelectuales que compartan los valores anteriores, e incluso todos aquellos que, estando próximos al comunismo –socialistas o anarquistas- no compartan absolutamente la doctrina del partido. Para conseguir semejante objetivo, aparentemente imposible para un grupo humano tan reducido, los partidos comunistas se organizaron desde el principio como organizaciones militares y religiosas. Tan bien coordinados como un comando, tan disciplinados, sumisos y fanáticamente obedientes como los jenízaros del Turco o los jesuitas del Papa.
Los demócratas habían derribado al Zar en febrero de 1917. La opinión pública de Rusia se organizaba en comités –“soviets”, en ruso- de obreros y soldados. Los comunistas fueron hábiles en hacerse con el control de ellos. Los disidentes comenzaban ya a desaparecer. Con el control de los soviets consiguieron influencia sobre el ejército y la armada, y de esta forma, derribaron al gobierno democrático y legítimo de Rusia –la propaganda posterior ha mitificado el “asalto al Palacio de Invierno” como si se hubiese derrocado al Zar, cuando lo que se hizo allí fue aniquilar a la recién nacida democracia rusa-.
Los comunistas, después, comenzaron desde el gobierno a eliminar físicamente a sus enemigos –igual que harían los nazis con los judíos veinte años después- utilizando la maquinaria del partido, que creó su propio ejército –el ejército rojo-, y una policía especial –llamada inicialmente VCheka, después NKVD, más tarde KGB- especialista en detener, torturar, asesinar y hacer desaparecer no sólo a “enemigos” del partido, sino incluso indiscriminadamente a cualquier ciudadano, de forma que se paralizaba a la aterrorizada población para evitar ningún conato de rebelión frente al horror comunista. Millones murieron en la guerra civil por acabar con el comunismo –que el ejército rojo venció- millones más murieron en las represiones subsiguientes y otros millones murieron simplemente de hambre por las incompetentes expropiaciones, exterminios y política económica en general del comunismo.
Pero uno de los puntos fuertes del comunismo fue desde el principio su fuerte capacidad de proselitismo, su habilidad para la propaganda, su éxito en contar una visión útil y atractiva para sus fines, aunque estuviese diametralmente alejada de la realidad.
Los comunistas llamaron a Moscú en su ayuda a los socialistas de todo el mundo. Los más radicales siguieron sus órdenes, aunque no todos los que atendieron esa llamada se dejaron engañar. Por ejemplo, el socialista español Fernando de los Ríos preguntó a Lenin dónde estaba la libertad en su comunismo y en la sociedad que pretendía instaurar. Lenin le contestó: “¿Libertad? ¿Para qué?”. Miles de socialistas españoles que se refugiaron en Rusia tras la guerra civil aprenderían letalmente qué opinaba el comunismo sobre la libertad… y sobre la vida.
Muerto Lenin se hizo con el control del comunismo el más psicópata de sus adláteres, Stalin. Trotski no era un angelito precisamente, sino el autor de toda la estructura militar y violenta del partido comunista. Disentía de Stalin acerca de teorías, pero no en la práctica de que el comunismo tenía que imponerse a través del terror y la aniquilación física de los “enemigos”.
En todo el mundo surgieron escisiones en el seno de los partidos socialistas, que terminaron más pronto que tarde por denominarse “comunistas” y obedecer a su Tercera Internacional, con sede en Moscú. Las doctrinas de Stalin, vencedoras en la pugna ideológica interna, consideraban que primero había que hacer que el comunismo triunfase en Rusia, y ésta superpotencia se encargaría más tarde de imponerlo en el mundo. Era su idea del socialismo en un solo país, que sus súbditos en el extranjero tradujeron como “Rusia, patria del socialismo”.
Los horrores comunistas en Rusia y la agresividad que mostraban sus seguidores en las revoluciones que estallaron en gran parte de Europa Occidental tras la Primera Guerra Mundial hicieron surgir los partidos fascistas, que iniciados en Italia en 1920, se extenderían por Europa, alcanzando su máximo éxito con la victoria electoral de los nazis en Alemania en 1933. Fascismo y nazismo no sólo son consecuencia del comunismo, por haber nacido para combatirlo. Aprendieron de él todo: totalitarismo, disciplina, violencia, terror, exterminio en masa, etc. Y en muchos casos, los militantes ayer comunistas pasaron en poco tiempo a ser fascistas. Ambos movimientos se nutrían del mismo lumpen social y exaltaban igualmente la utilidad práctica de la violencia indiscriminada.
Las débiles democracias se tambaleaban ante la presión de los extremos. En ese contexto, la consigna de Moscú a mediados de los años 30 fue la de colaborar con los “partidos burgueses” –es decir, todos los que no fuesen comunistas, pero excluyendo a los fascistas- frente al auge del fascismo. Nacieron en muchos países los Frentes Populares.
El estallido de la guerra civil en España en 1936 ofreció al fin a los totalitarismos mundiales un campo de batalla en el que asesinarse a placer. Y es aquí donde los comunistas muestran por primera vez su auténtico rostro en Occidente. Miles de agentes rusos desembarcan en España. Decenas de miles de voluntarios de todo el mundo, la mayoría comunistas, llegan a ponerse a las órdenes de la “República”. Pero dicha institución ha desaparecido. El 18 de Julio, para reprimir a los militares sublevados, las milicias de partidos de izquierda y sindicatos se han hecho con el control de las armas, los órganos de poder y aplican sistemáticamente el terror en el territorio que controlan. La propaganda posterior hablará de lucha entre fascismo y democracia entre 1936 y 1939. Nada más falso. Ni eran fascistas los sublevados –una exigua minoría aún entre ellos- ni era una democracia ya la República que detenía, torturaba, asesinaba y hacía desaparecer a decenas de miles de españoles, por ser católicos, ser ricos o no ser de izquierdas.
Los jefes del partido comunista de España sólo lo eran nominalmente. Seguían a rajatabla las instrucciones de sus jefes rusos. Fueron ellos quienes importaron los métodos soviéticos de tortura, como el despellejamiento en vida –aplicado al socialista Andrés Nin, líder de Partido Obrero de Unificación Marxista, POUM, que como rival cercano debía ser eliminado- la destrucción de la dentadura con martillo o el aplastamiento testicular. También trajeron a España las típicas celdas de las cárceles rusas, habilitadas expresamente para hacer imposible andar, sentarse, dormir o descansar de ninguna forma, día y noche, hasta enloquecer a los encerrados en ellas.
Santiago Carrillo era en 1936 el dirigente del brazo juvenil del partido comunista, que para atraer a más miembros de movimientos afines se denominaba Juventud Socialista Unificada, JSU. Fue esta organización la que planeó y ejecutó el asesinato en masa en Paracuellos de Jarama de casi tres mil presos políticos. Su participación en esta masacre está más que probada. Ricardo de la Cierva, que perdió en ella a su padre y a un hermano, e investigó hasta la extenuación intentando identificar a los culpables, se lamentaba: “Qué más quisiera yo que no saber que Carrillo fue quien ordenó la muerte de mi hermano y de mi padre”.
Dolores Ibárruri, que escapó como la mayoría de los líderes comunistas a Moscú, estuvo toda su vida al lado del camarada Stalin, en la dirección mundial del comunismo. Santiago Carrillo, disfrutó también durante décadas de la hospitalidad del psicópata rumano Ceaucescu. ¿Imaginamos que alguien se sentase durante veinte años junto a Hitler y que dijese que él no sabía nada de los crímenes nazis?
En España y en muchas otras partes del mundo, la religión maligna que representa el comunismo fue seguida por muchas personas de rectas intenciones que veían en el mensaje global y agresivo del marxismo-leninismo el remedio para las injusticias sociales. Frente a muchas dictaduras, la férrea disciplina y la eficiente organización de los comunistas les hacía los rivales más formidables. Y muchos genuinos combatientes por la libertad fueron camaradas de los comunistas o lucharon entre ellos contra tiranías de todo signo.
Pero al mismo tiempo, no sólo en Rusia, sino en Polonia –invadida simultáneamente con las tropas nazis en 1939- en las repúblicas bálticas, y tras la guerra, en toda la Europa del Este, el comunismo se implantaba como la más terrible de las dictaduras, la más genocida. Y no era una desviación de Stalin. Lo mismo ocurría en China, en Corea del Norte, en Vietnam, o en Cuba. Los análisis más optimistas no cifran en menos de 70 millones los asesinados por el comunismo. Posiblemente el siniestro record lo ostenten los camboyanos, que exterminaron a un tercio de la población de su país.
No admite justificación alguna que en 2012 el comunismo no sea considerado tan maligno, tan asesino y tan impresentable como el nazismo. Nada puede amparar ni explicar un asesinato masivo de tal envergadura como el perpetrado por el comunismo, no casualmente, sino en aplicación sistemática de su terrible doctrina.
El hecho de que coyunturalmente algunos comunistas se hayan enfrentado a dictaduras no convierte a su doctrina en una luchadora por la libertad. Ni a ellos les exonera en los casos en los que hayan perpetrado otros crímenes o, conociéndolos, mirasen para otro lado –como fue el caso de los jerarcas nazis no directamente implicados en el holocausto-.
Santiago Carrillo, por su aceptación en 1977 de una reconciliación nacional, de la bandera de España, de los valores de la Transición, merece ser elogiado. Las personas que, quizás ignorantes de otras realidades, bajo bandera comunista lucharon por un mundo mejor, merecen un compasivo respeto. Pero ninguna biografía que incluye el baldón del asesinato en masa y la complacencia con los genocidios de Stalin puede ser considerada ejemplar.
Y el comunismo, como doctrina, sólo merece el repudio de la historia y la superación, en nombre de la verdad y la libertad, del horror totalitario que aún ejerce en muchos lugares del mundo.
El comunismo no tiene héroes por la libertad. Pero ha sido el que más mártires le ha dado a esa causa, con su doctrina liberticida y sus asesinatos en masa por toda la faz de la tierra. Descanse pronto en paz. Y con justicia.
Se llama Michael J.Sandel y está ganando mucho dinero en su país natal, los Estados Unidos, impartiendo un seminario que titula “Justicia”, desarrollando su reciente libro “Lo que el dinero no puede comprar. Los límites morales de los mercados”.
Sintomáticamente, un resumen de su actividad era titulado este verano por el diario económico “Expansión” con la curiosa frase “¿Ha puesto precio a su vida?”.
Sandel habla de la inmoralidad de que el capitalismo supere los límites de la empresa, y denuncia sus excesos. “¿Por qué hay aerolíneas que ofrecen saltarse la cola de embarque por dinero? ¿No es este gesto un símbolo de desigualdad social? ¿Por qué los que tienen más posibilidades económicas también disfrutan de privilegios que degradan al que tiene al lado? Y ¿por qué muchas empresas venden e incentivan esta desigualdad social que humilla a una parte de sus clientes?”.
Como el autor plantea preguntas le ofreceremos respuestas. Las aerolíneas ofrecen diversas formas de acceder al avión. Unas son más rápidas y otras más lentas. A las más rápidas se puede acceder o por pagar más dinero o por tener una tarjeta determinada de fidelización. El acceder al avión es uno de los momentos más penosos de volar. Las aerolíneas ofrecen la posibilidad de hacerlo más llevadero, o bien por dinero, o bien a cambio de volar más con la compañía. El haberle dado un valor económico es un auténtico éxito de esas compañías. El autor da por hecho de que sólo pueden hacerlo quienes tienen más posibilidades económicas. Y aquí está el craso error, que en su caso, lamentablemente, debido a su formación, sólo puede atribuirse a un malicioso sesgo en el planteamiento. Quien escoge pagar más por acceder más cómodamente al avión no tiene por qué tener más posibilidades económicas. Simplemente escoge gastar su dinero en eso mejor que en otra cosa. Gracias a ello, a ese ingreso suplementario, la compañía puede, por ejemplo, poner más baratos el resto de sus billetes, o incorporar mejoras que benefician a todos los pasajeros. E, insistimos, hay muchos pasajeros que pueden acceder sin coste, simplemente por tener la tarjeta de fidelización, fruto de que viajan mucho, y acaso la única compensación que obtienen y pueden compartir con su familia a cambio de una vida profesional llena de penosos viajes. Sandel da igualmente por hecho de que es un símbolo de desigualdad social, que eso degrada y humilla. ¿Por qué da por hecho que dos colas son dos clases sociales? Y ¿por qué cree que una degrada a otra? Cuando yo embarco por la cola de “business” no pienso que los de la otra cola sean más pobres o infrahumanos. De hecho, a menudo la gente con más dinero decide optimizar sus gastos, y valoran menos su tiempo o comodidad en relación con el avión y volar en clase económica. ¿Hay aquí injusticia o hay prejuicios?
El siguiente ejemplo que pone Sandel es lo degradante que es que alguien cobre 15 o 20 euros por hora por guardar la cola que debería soportar otro. Una vez más, nuestro amigo ignora tres hechos. Primero, que la decisión de qué hacer con el tiempo de uno es libre, y que cada uno escoge qué valora más, si esa hora o los 20 euros. Segundo, que el tiempo de todo el mundo no vale lo mismo, sino su valor de intercambio. Una hora de un futbolista de élite haciendo su trabajo vale decenas de miles de euros, porque así lo decide quien paga por ello. Y lo mismo con una hora de un profesional, cuyos conocimientos pueden hacer ganar millones a quien los emplea. Nuestro tiempo no vale igual en cada persona, sino en cada caso la cantidad de dinero que otros libremente nos dan por lo que hacemos en él. Y tercero, una cola no es un castigo que hay que soportar. Es un mecanismo de organización de procesos que aplica un criterio que intenta ser justo para suministrar un bien o servicio: que se atiende primero a quien primero llega. Eso no es ni más ni menos justo que atender primero a quien más lo necesita. Pero es más objetivo y ordenado, y por tanto eficiente, es decir, económico –más resultado con menos gasto- y por tanto, más justo.
Y por último pone el ejemplo de la educación, de las mayores oportunidades que tienen los hijos de familias que pagan más dinero por mejor educación. ¡Vaya descubrimiento! ¡La sociedad es desigual!
Pues mire, señor Sandel, la sociedad es desigual, porque los seres humanos somos desiguales. Los padres tratamos de proporcionar lo mejor que podemos a nuestros hijos, y nada les proyecta un mejor futuro que una mejor educación. Pero esa aspiración no es privilegio de una élite económica, sino común a toda la especie: todos queremos mejor educación para nuestros hijos, en el Upper East Side de Manhattan y en la República Centroafricana. La solución habitual de todos los idealistas ingenieros sociales es una misma educación para todos, para evitar las injusticias –y facilitar el adoctrinamiento-. Con eso han conseguido en todo el mundo unos sistemas permisivos, de bajo nivel y altos índices de fracaso. Los defensores de ese sistema piensan que igualar a todo el mundo por abajo es mejor que el “malestar” que generan los mejores estudiantes a la mayoría menos esforzada. Y luego está la solución de la libertad: que quienes quieran libremente puedan promover centros de enseñanza mejores y que los padres que quieran y puedan, libremente, acudan a ellos. Decisión suya será si quieren prescindir de otros gastos para invertir en la educación de sus hijos. Como libre decisión será de esos centros si quieren becar a alumnos brillantes para que puedan acceder a esa formación. En todo caso, la sociedad será la gran beneficiada, al desarrollar más el talento emprendedor, creativo y científico, cuyos logros repercuten en el bien de todos.
Puede que en la sociedad norteamericana, donde el precio de las cosas aparece a veces como el único criterio –a veces algo groseramente- de su virtud o belleza sea necesario recordar que el dinero no es el único referente de valor, que existen también la belleza y el bien.
Pero eso no significa que el dinero no sea un buen referente de valor, y de hecho, el mejor para determinar el valor de intercambio de los bienes y servicios. Y que intercambiar libremente bienes y servicios es el mecanismo por el cual se ha producido la segregación y especialización del trabajo y el conocimiento y es por tanto la fuente de todo nuestro bienestar material, que cada día se extiende a mayores capas de población en todo el mundo.
¿Acaso el señor Sandel, como otros tantos como él, no entiende los mecanismos elementales con los que el mundo funciona y se hace próspero? ¿No sabe del terror de los sistemas alternativos, los que hacen que sea un poder arbitrario y totalitario quien decide qué es justo que cada uno haga con su tiempo y su dinero? ¿Propone un consejo de sabios como él que determinen qué es justo cada momento? ¿Habla por él el amor a la verdad, la libertad y la justicia o una agazapada envidia?
Una empresa privada no puede detenerte, espiarte ni encarcelarte legalmente. El Estado sí.
Una empresa privada no puede contraer deudas por ti. El Estado puede hacerlo por ti, tus hijos y tus nietos.
Una empresa privada no puede quitarte ni un euro tuyo. El Estado se apropia del 75% del fruto de tu trabajo.
La empresa privada pretende ser eficiente –producir más con menos-. El Estado pretende controlar a los ciudadanos y darle más poder a los políticos que lo dirigen.
El Estado no responde de su incompetencia, de su ineficiencia. La empresa privada sí: si no te gusta, te vas a otra.
Una empresa privada no puede obligarte a comprar sus productos. Siempre eres libre ante ella. El Estado te obliga a comprarle a él los productos que más te importan.
El Estado te engaña diciéndote que te obliga a que tengas un servicio sanitario, una escuela, un seguro de desempleo y un plan de pensiones, todo ello por tu bien. El Estado no te obliga sólo a que tengas un servicio sanitario y a que tus hijos vayan a la escuela. El Estado pretende obligarte a que vayas a su hospital y vayas a su escuela, gestionada por él, con sus criterios.
El Estado no te permite tener un seguro de desempleo pagado por ti, que te cubra en la cantidad que tú decidas y durante el plazo que tú decidas, pagando la prima correspondiente. El Estado pretende que le pagues a él un seguro que él decidirá, en cada momento, durante cuánto tiempo y por qué importe te cubre. Puede que en su mayestática benevolencia, incluso el Estado te dé una limosna a cambio de tu sumisión.
El Estado te obliga a contratar con él tu plan de pensiones. Pero es un fraude piramidal. Lo que tú pagas no se guarda para tu pensión. Se entrega a los pensionistas actuales. No hay ni habrá dinero para tu pensión futura. El Estado sabe que su fraude piramidal se ha descubierto, y lo llama, con su lenguaje mágico, “solidaridad intergeneracional”. Sabe que la mayoría no lo entiende, y está feliz mientras ese engaño no le quite votos hoy. El problema futuro será de otros.
Toda la legislación anticorrupción y controladora de las actividades económicos y colectivas está destinada a fiscalizar a las empresas y sus directivos, no a los políticos.
Cuando tus ingresos anuales superan los 100.000 euros brutos pagas la mitad a Hacienda y entras en una lista especial de ciudadanos a inspeccionar. Sin embargo, los políticos que gestionan y deciden sobre presupuestos, concursos, recalificaciones y adjudicaciones no son inspeccionados de oficio por Hacienda.
Desde Piensa en Libertad reclamamos una reforma legislativa que ponga a todos los políticos y sus familias bajo inspección permanente. Todo cargo electo o persona nombrada por él, y sus familiares hasta en cuarto grado, tendrían abiertos a inspección todos los años de su mandato. Dicho control fiscal debería extenderse a los 3 años anteriores y los 5 posteriores. Los datos deberían ser públicos. Y el Defensor del Pueblo debería supervisar toda esta estructura de control al político, como hacía el Censor en la Roma libre.
En 2004 el Estado debía 285 millardos de euros. En 2011, 850 millardos. En una empresa, los responsables de algo proporcional estarían en la cárcel. En el caso de los políticos, cuyo poder para arruinarnos es tan increíble, ¿por qué están exentos de responsabilidad penal? Muy fácil: porque así lo han decidido ellos.
Los directivos de empresas, los empresarios, no son, por naturaleza, peores ni mejores que los políticos. Pero los unos escogen trabajar y ganar dinero generando riqueza. Los políticos ansían el poder de controlar tu vida –dicen que por tu bien-.
¿Quién es pues más digno de desconfianza? ¿Quién tiene más poder? ¿Quién nos puede hacer más daño? ¿Quién requiere de más control?
La elección democrática de una persona no le hace ni mejor ni más apto. Menos si nace de una industria electoral como son los actuales partidos. Sin embargo todos los medios de comunicación, las series, películas, periodistas, docentes, estigmatizan, descalifican y condenan al empresario y al directivo. Es un enfoque tan suicida como injusto. Pero nace del desprecio del político y sus acólitos por aquel que es libre.
El sueño del Estado protector es el moderno opio del pueblo. La realidad que nos pretenden ocultar o no queremos ver nos muestra un Estado que nos arruina robándonos cada vez más riqueza y libertad personales.
Sólo seremos una democracia madura cuando aprendamos a desconfiar de los políticos y reconozcamos que el Estado del siglo XIX ha fracasado. Esta depresión económica actual es su crisis definitiva.
No estamos contra el Estado actual porque sí, sino por una cuestión de eficiencia y libertad, que al cabo es la justicia.
No somos anarquistas. Queremos un Estado pequeño y fuerte en la defensa de unas pocas leyes claras y justas. Estamos contra el Estado cuando es un peligro para la libertad, y la peor opción para atender necesidades materiales de las personas.
Ni el Estado ni sus políticos son garantes de la justicia y la libertad. Hoy, a menudo, son su mayor amenaza. La sociedad libre y justa que deseamos sólo la construyen las personas libres a través de sus acciones libres de intercambio de valor por valor.El principal origen del enorme tamaño de nuestra estructura política, ese cáncer que está arruinando España, es la temprana confusión, desde el nacimiento mismo de nuestro actual régimen, entre elección democrática y formación de algún tipo de asamblea.
Que existan distintos niveles administrativos no es algo absurdo. El municipio es una unidad casi elemental e imprescindible. Las provincias, creadas en 1834, están tan bien configuradas que han sobrevivido los dos siglos más convulsos políticamente de nuestra historia. Y parece lógico coordinar algunas provincias entre sí para que las 50 no dependan directamente de la administración central del Estado. He ahí la racionalidad de las regiones. En toda Europa existen esquemas así.
¿Donde reside pues el problema?
El problema nace de la inexistencia de elección directa de los encargados de gestionar lo público. En España nunca elegimos al cargo. No elegimos a nuestro alcalde, no elegimos al presidente de nuestra diputación, no elegimos al presidente de nuestra Junta, no elegimos al presidente de nuestro gobierno. Elegimos a una asamblea que elegirá a su vez al cargo. Y los representantes en esa asamblea tampoco son elegidos directa y personalmente, sino dentro de una lista cerrada, elaborada –y no es requisito que lo sea democráticamente- por un partido político.
Los partidos políticos se otorgaron ese papel cuando elaboraron la Constitución de 1978 porque la redactaron ellos. Ellos dijeron que lo hacían así porque la sociedad española no era aun políticamente madura y, hasta que lo fuera, serian los partidos los que configurarían la vida política nacional, garantizando la estabilidad institucional.
Puede que en aquel momento, hace más de treinta años, esa “prudencia” tuviese algún sentido temporal. Pero qué coste, qué precio tan desorbitado hemos pagado por esa "estabilidad"... En curso la pérdida de nuestra soberanía y ya hasta de las mínimas capacidades de gestión de esos políticos, la verdad nos muestra su rostro más sombrío y realista.
Porque esas asambleas, locales, provinciales, autonómicas y nacionales, tienen cada una decenas, cientos de miembros. Porque no se crean sólo para la elección indirecta de los cargos, sino que se mantienen permanentemente. Porque sus miembros tienen sueldos y prebendas insólitos, desmesurados, vitalicios en muchos casos a cambio apenas de unos pocos meses de desempeño del cargo. Porque mantienen a su alrededor una turbamulta de asesores, secretarios, chóferes y ayudantes, y lo peor de todo, grupo local, provincial, autonómico y nacional de cada partido, con su cohorte adicional de asesores y empleados.
Toda esta cantidad ingente de políticos benefactores –más de 450.000- no es necesaria, ni para la libertad, ni para el debate ni, por supuesto, para la adecuada gestión de lo público. Esa estructura política no existe porque sea necesaria -y ya hoy en día podemos decirlo- porque sea ni siquiera útil, a la nación. Esa superestructura parasitaria ha adquirido tan desorbitado tamaño porque controla todos los resortes del poder, y no muestra signo alguno de pensar hacer nada para cambiar un sistema político que, en su aberración, garantiza cientos de miles de puestos remunerados, y mando sobre nuestras vidas, a unos astutos miembros del aparato de los partidos.
La reforma que necesitamos es muy sencilla.
Los alcaldes deben ser elegidos directamente por los ciudadanos: una persona, la más votada. El alcalde formara un equipo de gobierno, no muy grande, lo más profesional posible, y gestionará los servicios públicos municipales según sus criterios, en el marco de la ley y de los limites de sus ingresos locales. La crítica política a su actuación se efectuará desde la prensa, la opinión pública. Y si al cabo de su mandato no ha gustado su desempeño, pues el pueblo elegirá a otro. O bien lo renovara a él. Pero nunca por más de otro mandato. El alcalde y su equipo de gobierno tendrán una excedencia laboral y reserva de puesto en su trabajo y cobrarán un salario razonable, con el tope del que cobrasen en su otro empleo personal. Ese criterio remuneratorio debería ser común a todos los cargos.
Los presidentes de las diputaciones provinciales deben ser elegidos por los alcaldes y con un mínimo equipo de gobierno, gestionar los servicios mancomunes de su territorio.
Los presidentes de las comunidades autónomas deben ser elegidos, personalmente, directamente, por el pueblo. Y gestionar lo común con un mínimo equipo de gobierno. Una comunidad autónoma no necesita un parlamento, porque una Junta apenas debería legislar: sólo decretos y reglamentos muy concretos. Las leyes deben ser pocas, justas, y de alcance nacional. El pueblo soberano es el español, y lo contrario es crear desigualdades entre españoles, que para ser iguales ante la ley, tienen que tener la misma ley.
Las juntas autonómicas tienen que tener equipos gestores de lo común, y una financiación procedente de los impuestos comunes y únicos de la nación, teniendo en cuenta la cantidad de población y la extensión del territorio cuyos servicios comunes se gestiona. Sólo el gobierno de la nación debería poder endeudarse.
El congreso de los diputados, único parlamento de nuestra nación, sus cortes generales, debería tener un máximo de 450 miembros, correspondientes a distritos homogéneos, de unos 100.000 habitantes, eligiendo a una persona por distrito, la más votada, sin necesidad de pertenecer a ningún partido. Cualquiera debería poder presentarse a diputado de su distrito.
Y ese congreso de los diputados, esas cortes, sí que podrían elegir al presidente que estimasen que cuenta con mayoría suficiente entre ellos como para poder formar gobierno y gestionar conforme a un presupuesto claro y entendible. Eso seguiría dando una gran ventaja a los partidos políticos, que deben existir, pero con un tamaño y poder razonable.
Es opinable si debería poder elegirse directamente al presidente, como gestor, y al congreso como legislador. Puede haber democracia autentica y gestión eficiente con ambos sistemas. Pero creo que la separación entre el poder ejecutivo y el legislativo no es imprescindible para las adecuadas libertades personales.
La que tendría que ser absoluta es la independencia del poder judicial, sin grado alguno de politización. Pero ese es tema de otro artículo.
La supresión del Senado no puede ser más obvia. Los territorios no tienen derechos. Sólo las personas los tienen. Demasiada sangre se ha vertido para combatir la irracionalidad romántica y genocida de "los derechos de la tierra".
La solución es más democracia, no menos. La solución siempre es más libertad, no menos. Y los políticos, por más que digan otra cosa, se dedican a limitar las libertades y cargarnos con impuestos. Tal es su naturaleza, no se trata de una maldad peculiar de los políticos españoles. Por esa razón de libertad y el bienestar de los ciudadanos requiere el menor número posible de políticos y con el máximo control sobre ellos.
No sería una reforma constitucional muy compleja. Pero hasta que ocurra, no nos engañemos: nuestros políticos habrán sido votados, pero no son nuestros representantes democráticamente elegidos directa y libremente. Y el sistema ineficiente que han creado nos está matando.
Hay que cambiarlo ya. Y vamos tarde.
La más desafiante característica de nuestro tiempo es la complejidad. Recibimos una cantidad de información que ningún ser humano está capacitado para procesar. Y el mundo se está tornando global, de forma que los impactos nos llegan continuamente y desde todos los lugares de la Tierra. Todo está entrelazado.
En ese contexto, la simplicidad es una virtud, que se puede transformar en auténtica necesidad cuando lo complejo nos abruma y nos hace sentir pequeños, confundidos, desorientados.
Varias películas norteamericanas han popularizado el concepto de “explicar algo como si se tratase de un niño de cuatro años”. Y no es un ejercicio que haya que despreciar. Se supone que cuando explicamos algo a un niño pequeño, con su disco duro aún casi en blanco, pero su procesador de información al máximo de su potencia, tratamos de extractar lo que es esencial, reducir los mecanismos de causas y efectos al mínimo, eliminar todo ruido superficial y… decir la verdad. Hay algo excesivamente perverso en mentir a conciencia a los niños.
Cuando decimos que “el origen de la crisis está en la deuda excesiva” enunciamos una simplificación, que además es verdadera.
Sin embargo la frase “los bancos son los culpables de la crisis” es una simplificación, pero que es falsa.
Lo curioso es que la segunda frase tiene más éxito que la primera. Y ello por varias razones que tenemos que analizar con cierta severidad.
La primera crítica es al concepto de “culpa”. Los liberales, filosóficamente, nos consideramos herederos del empirismo británico. Es decir, que creemos que la observación científica puede concluir que sistemáticamente dos hechos ocurren siempre de forma simultánea o consecutiva, con lo que se puede establecer una regla de relación, e incluso definirla como “ley”, pero nada de ello es definitivo, ni está escrito en ningún sitio, ni tiene más fuerza que su finalidad práctica basada en observaciones concienzudas. Dicho de otra forma, los empiristas somos escépticos, también en relación con la llamada “ley de causalidad”.
La culpa es una causa en la que hay responsabilidad y voluntad de causar un daño. ¡Uf, demasiado para un liberal! Nos cuesta trabajo identificar dogmáticamente las causas. Atribuirles una voluntad –pensante- que además tiene ánimo de hacer daño, cuando en realidad la vida cotidiana revela que la mayor parte de nuestras acciones son positivas y tendentes a realizar un bien, y no al revés, en fin, nos suena inquietantemente inquisitorial. Nos repugna la palabra culpa. Llegamos, como mucho, al concepto de responsabilidad. Pero aún así, siempre creemos que la causalidad tiene que ser sistemáticamente demostrada.
Pero, ah amigos, la culpa está hondamente enraizada en nuestro acerbo social. La comunidad primitiva tiene en común el tótem, el tabú… y el culpable, el paria, el proscrito, el que carga con el mal. Es una superstición como otra cualquiera, pero atávica y hondamente arraigada. Si hay culpa tiene que haber un culpable. Y ¿qué mejor culpable que el banco?
El mercader de dinero no ha sido nunca simpático. Jesucristo integra a uno en su grupo como signo máximo de que se puede acoger en su comunidad hasta a los más pecadores entre los pecadores. La Iglesia sentenciará después: “pecunia pecuniam non parit”. “El dinero no engendra dinero”. Prohibición de los intereses en los préstamos. En fin, ignorancia crasa en materia financiera –como en astronomía-.
Que la banca es enemigo del pueblo es una consigna del socialismo desde su creación. En esa ignorancia, acompaña a la más rancia tradición eclesiástica –pues no en vano el marxismo también es una religión. Pero no tiene más base científica tampoco en ese caso.
Los bancos, sencillamente, prestan un servicio que la mayoría de la gente no comprende. En estos días circulan infinidad de explicaciones –simples- en la red sobre el papel de los bancos, y todas adolecen de los mismos groseros errores que llevaban a los criptojudíos y herejes a la hoguera en el siglo XVI. La mayoría de las personas no entienden qué es el dinero fiduciario –que tiene un elemento importante de fraude, es cierto, pero político, no financiero- ni cómo se genera ni qué significa en su vida. La mayoría ni siquiera repara en que el dinero en efectivo apenas representa una diezmilésima parte de sus bienes.
Los poderes políticos, controladores de los medios de comunicación, no quieren explicar que el dinero fiduciario –el que se basa en la fe, fiducia, en la decencia del gobierno, es decir, de los políticos- es el mayor fraude perpetrado contra los trabajadores en el siglo XX. Sesudos economistas dicen que el patrón oro no era viable, pero no explican por qué no se adoptó algún otro patrón fijo e inasequible en su riesgo de manipulación por los políticos. No. Todos los políticos del mundo decidieron que era bueno que ellos determinasen lo que valía nuestro dinero.
Como produjeron “dinero” de más –a través de la deuda- para financiar su poder, crearon una inmensa burbuja, que es el origen de la crisis actual. Nadie sabe qué vale qué. En el camino, también nos invitaron a los particulares a que nos endeudásemos. También nosotros vimos en ello una vía de enriquecimiento, especulando con que subirían los precios de aquello que nos endeudábamos para comprar –esencialmente, pisos- y de disfrutar en el momento presente una riqueza futura –que olvidábamos que habría que pagar-.
Así que ahora compartimos “culpa” con nuestros cada vez más denostados políticos. Y eso no es agradable. La tensión de la libertad aparece con toda su crudeza: si somos libres de elegir somos responsables de nuestra elección.
Y frente a esa tensión, la muchedumbre enfurecida necesita un culpable. Y ¿quién mejor que la banca?
Pues bien, la banca no es la culpable de la crisis. No lo es más que usted y que yo. Si quiere un culpable, si quiere un causante con responsabilidad, mire más arriba. Piense en quién impuso el dinero fiduciario, quién falló en su supervisión del sistema financiero –cuyas licencias sólo él concede- quién creó la burbuja inmobiliaria y quién gestionaba las cajas de ahorros –no los bancos privados- que son las que están quebradas y demandando nuestro dinero. Y son los mismos: los detentadores del poder político. De todo signo político. O como diría Hayek, “los socialistas de todos los partidos”.
Simplicidad no es sinónimo de verdad. Pero hay verdades simplemente enunciadas que deberían ser capaces de activar las soluciones. Hoy propondremos dos:´
“Las deudas son malas”.
Y “la gratuidad es propia de esclavos”.
Cuando te levantes por la mañana, no desdeñes leer la prensa o escuchar la radio por temor a qué nueva noticia pesarosa nos sorprenderá en ese día. No te preguntes qué nuevo desastre nos habrán acarreado nuestros políticos. Deja de quejarte de la crisis.
Cuando te levantes, si eres estudiante, agradece la suerte que has tenido de nacer en un país que te permite formarte y cumple tú con tu parte: estudia, aprende, esfuérzate, incrementa tus conocimientos y mejora tus calificaciones. No temas al futuro: lo construyes tú.
Si eres docente, enseña de verdad, haz que tus alumnos aprendan, que te respeten, que vean en ti un ejemplo, que se hagan mejores viendo cómo te esfuerzas.
Si trabajas en una empresa privada, acude con mejor ánimo al trabajo: eres afortunado de tener uno. Trabaja más, trabaja mejor, piensa en cómo hacer más productiva tu empresa, no seas hoy el primero que se va, esfuérzate más.
Si trabajas para el Estado, en cualquiera de sus administraciones, como funcionario o empleado, recuerda que tu sueldo sale de los impuestos que pagan aquellos a los que debes servir y tratar como tus clientes o tus “jefes” que son. Cuida de los recursos que te son confiados como si fueran tuyos. Trabaja más, trata de hacer las cosas mejor, esfuérzate más.
Si eres un profesional independiente, recuerda que tu libertad es pareja a tu responsabilidad, que cuando no pagas tus impuestos o no remuneras adecuadamente a tus trabajadores estás robando a tu sociedad y a tus empleados. Recuerda cómo querías hacer tu trabajo cuando estabas enamorado de tu profesión y hazlo así, lo mejor que puedas, esforzándote más.
Si eres empresario, recuerda que tú eres el principal motor de riqueza: está a la altura moral de esa responsabilidad. Emprender significa arriesgar, innovar, cambiar. Intenta reinventar tu negocio, encontrar nuevos mercados, exporta, muévete, esfuérzate más.
Si estás en casa cuidando de tu familia, tú eres la reserva moral de nuestra nación. Educa a tus hijos como nuestros mejores antepasados nos educaron a nosotros: en el respeto, la amabilidad, la ayuda mutua y el esfuerzo. Esfuérzate en formar unas mejores personas.
Si no tienes trabajo, ten ánimo. Dedica ocho horas al día a buscar un trabajo de ocho horas. No te rindas, no cejes. Desprecia la subvención, que debe ir destinada a los que no pueden conseguir otro ingreso. No hay trabajo indigno si se desempeña con dignidad. Ten fe y sigue esforzándote.
Si no puedes trabajar, por tu edad o por tu enfermedad, anima a todos a que lo hagan, a que aprovechen su tiempo, a que produzcan por los que no pueden. Esfuérzate en ser un ejemplo.
Y si eres político, piensa si no deberías amortizar tu puesto y tu departamento, ahorrar la partida presupuestaria que malgastas, olvidar el ansia de poder y gasto inútil y volver a tu casa a buscar o ejercer un trabajo decente.
Parafraseando al presidente
Kennedy, deja de quejarte de lo mal que está tu país y esfuérzate cada día para
que esté mejor. Es nuestro propio esfuerzo lo único que puede cambiarlo todo.
Es posiblemente una de las fotografías más hermosas de este siglo, y de las más cargadas de esperanza. En un puente sobre una autopista repleta de coches un joven ondea con energía una bandera americana al viento. Pero es 12 de Septiembre de 2001.
Los conductores están consternados. Como autómatas acuden a sus trabajos, al atasco previo de todos los días, pero con los corazones encogidos por el horror irracional que ayer han presenciado en directo, ante sus ojos y en el corazón de su propio país.
No hay esperanza, ni razón, sólo tristeza y angustia. Pero levantan la cabeza y allí está. Un joven compatriota, voluntariamente, anónimamente, en nombre de lo mejor de cada uno de ellos, ondea su bandera, sin temor ni cansancio. Y miles de ellos pensarían: "somos nosotros. Estamos vivos. No podrán con nosotros. Somos mejores. La muerte no será el final. No olvidaremos a los caídos. La justicia y la libertad prevalecerán. Y nosotros haremos que sea así".
Un joven desconocido ondea una bandera sin miedo, y de pronto todo cambia, y se apresuran todos a llegar al trabajo, porque no hay que rendirse, ni lamentarse. Hay que trabajar, ya, hay que afanarse, hay que comenzar a remover hoy mismo los escombros y buscar supervivientes y atender a los que sufren, y levantarse y luchar, como hombres libres y valientes.
Como hace dos años, de nuevo las banderas ondean en muchos rincones de España.
Haga lo que haga la selección nacional de fútbol, cuando el torneo termine, por favor, no arriéis esas banderas. Mantenedlas alzadas por vuestro país, por los que lo están pasando mal, por los que han perdido la esperanza, por los que están cansados de luchar cada día por su trabajo o por encontrarlo.
Mantened izadas las banderas, desplegad las banderas, por nosotros, por nuestro futuro, nuestras libertades, nuestros derechos... por nuestros hijos y su esperanza. Eso y no otra cosa es una patria y eso representa su bandera.
Por lo mejor de nosotros, hermanos, compatriotas, no arriéis
ahora nuestras banderas.