De la superioridad ética del capitalismo

De la superioridad ética del capitalismo. 
Letras, libertad y ley

por Antonio Rubio Merino

Todo está ya dicho. Así pensamos a menudo y así justificamos nuestra ociosidad, nuestra pasividad, nuestra pereza. Y es cierto. Smith, Acton, Mises, Hayek, Popper, Rand, tantos otros ya lo dijeron y lo explicaron. La luz de la verdad con que nos iluminan ha engendrado prácticamente todo el bien que hemos disfrutado durante estos dos últimos siglos. Pero no ha sido bastante. Los "socialistas de todos los partidos" no han sido derrotados. Al contrario: cada día son más numerosos, están mejor organizados y su control sobre nuestras vidas y nuestra libertad muestra una asombrosa capacidad de crecimiento y mutación. Escribo este artículo desde la convicción de que no aporta absolutamente nada nuevo al pensamiento liberal. Pero con la misma certeza creo que si no nos enfrentamos a los colectivistas en el plano de las ideas, con el ánimo firme de vencerles, en una década las personas que aun creamos en la libertad nos veremos defendiendo nuestra mera supervivencia como tales seres libres. Porque los enemigos de la libertad están desarrollando en estos momentos, al amparo de la crisis económica que ellos mismos han producido, uno de los mayores ataques que han perpetrado a lo largo de la historia, acaso el definitivo. 

El capitalismo se basa en la idea de que todo ser humano es libre y su persona inviolable. Y que como consecuencia de ese principio, nace con el derecho inalienable a dedicar su vida a hacer aquello que desee y a la posesión pacifica de los frutos de ese trabajo. No hay idea moral superior a ésta. El fruto del trabajo se puede acumular y guardar. Eso es la propiedad y forma parte inseparable del mismo principio, así como la libertad para transmitir esa propiedad entre personas. Todo es lo mismo, la persona, su trabajo, su libertad para disponer de su vida: la “cabeza” -capita en latín- que preside cada vida individual. No hay nada indigno pues en la palabra “capitalismo”. Podría llamarlo de otro modo, como economía libre o de mercado, pero no encuentro sentido a nombrar a las cosas con los términos que escogen sus enemigos para manipularlas. 

Vivimos en un mundo de medias verdades en el que la dictadura de lo políticamente correcto reduce cada día más el espacio para la expresión libre y la crítica abierta. Así que afirmaciones como las del párrafo anterior son infrecuentes. Habitualmente no se cuestiona su certeza: suele escandalizar su claridad. Es un síntoma muy significativo que una sociedad que tan a menudo exalta en público la desvergüenza sienta un enorme pudor al hablar de verdades morales, o simplemente, al emplear definiciones claras. 

Habrá quien dirá que cómo es posible que alguien defienda la superioridad de la libertad personal y la propiedad privada –y más incluso osando llamarlas por su nombre- frente a principios tales como la “redistribución equitativa de las rentas” o la “lucha contra el calentamiento global” o cualquier otra patraña semejante. Otros argumentarán que el mayor bien es buscar lo mejor para el prójimo, ayudar al débil, etc. Respecto a los primeros, esas “prioridades sociales” por las que abogan ahora no son menos ficticias que la “lucha de clases” o la “liberación del proletariado” que emplearon sus antecesores en su combate contra la libertad. Sólo son palabras vacías, sonidos de la boca que nada significan. Los enemigos de la libertad acuñan con términos grandilocuentes estos conceptos que, gracias a su machacona repetición desde los medios de comunicación que controlan, se convierten en lugares comunes universalmente aceptados, sin que nadie sepa explicar a qué se refieren en concreto, qué realidad cierta y probada expresan. Nadie niega que ayudar a los demás sea bueno. Nadie niega la santidad de los santos. Lo que no es moral es que se obligue a nadie a “ser bueno”. Entre otras cosas, porque no siempre está claro qué es ser bueno, y menos aún, a los interesados ojos del Poder Político. Ni qué decir si se trata de someterse a abstracciones como “la redistribución de las rentas”, que ni tan siquiera representan ningún bien. Nadie tiene derecho a entrometerse en la libertad de nadie, ni siquiera con ese noble fin, porque el mal así causado supera siempre al bien que se busca. 

El ser humano es la mayor maravilla del universo. Que sepamos, su única porción consciente y pensante. Y cada ser es distinto, nuevo, fruto de una combinación genética original y prácticamente irrepetible. Al nacer, nadie sabe las capacidades de cada persona, el potencial creativo que esconde esa vida en su interior. La inmensa mayoría de los genios que han existido nacieron en medio de circunstancias oscuras y desplegaron su creatividad individual contra la opinión general de su tiempo, a veces venciendo dificultades inmensas opuestas contra ellos por la sociedad. A veces pagando con su vida. Todo el desarrollo humano parte de la libertad de las personas para ser ellas mismas. El que limita la libertad está limitando las posibilidades infinitas que el propio universo, a través del ser humano, tiene implícitas en su interior. 

La única razón de ser del Poder Político es la garantía de esa libertad. Lo único que puede exigir legítimamente por su parte, imponer incluso, es que ninguna persona pueda conculcar la libertad de otra. Nadie sabe mejor que uno mismo qué es su vida ni qué le conviene. Cada uno maneja una cantidad inconmensurable de información, no sólo de datos abstractos, sino de experiencias, expectativas, proyectos, capacidades, objetivos, voluntad, que sólo la propia persona conoce. Y esto, multiplicado por todos los miles de millones de seres humanos que en cada momento pueblan la tierra. Y cambiando cada segundo, por modificación de las reflexiones, los datos, las circunstancias. Cualquier intromisión en ese mecanismo, cuya dimensión y complejidad exceden incluso la capacidad de imaginación de ninguna persona individual, empeorará necesariamente los frutos de su funcionamiento libre. Así lo ha demostrado la experiencia, si no fuese bastante que a priori ya lo evidencia el sentido común. 


La división del trabajo 

Hubo un hombre en una aldea, hace miles de años, que descubrió una nueva forma de construir cabañas, empleando materiales más resistentes y fáciles de obtener, una disposición de las vigas más cómoda que proporcionaba más espacio y que además resistía mejor la lluvia y el frío. Algunos de sus vecinos decidieron que merecía la pena que fuese él quien construyese sus cabañas mientras que ellos cazaban: ya cambiarían algunos ciervos por una mejor vivienda. En otra aldea, alguien tuvo una idea similar para mejorar las chozas. Hizo muchas y las presto a sus vecinos. Ellos le daban una porción de su caza diaria. Había aparecido el alquiler. En otro lugar, alguien que descubrió una forma mejor de hacer chozas fue juzgado por desafiar el modelo de cabaña que el tótem había enseñado, y por su conducta egoísta, escandalosa, carente de respeto a los mayores y a la tradición, fue quemado vivo dentro de su invento insolente. En otro poblado, el descubridor de la cabaña de nuevo cuño recibió una paliza del más fuerte del grupo, el jefe de la partida de caza, que se quedó con la nueva choza para sí. Tantos huesos le rompió que ya no pudo construir nada más y murió al poco tiempo. 

Los de la última aldea se disolvieron pronto, porque todos los cazadores hábiles fueron abandonando al jefe, al no esperar mejor trato que el hacedor de cabañas el día que fuesen ellos quienes poseyesen algo que el bestia desease. Los del tótem sufrieron de un durísimo invierno, en el que sus frágiles chozas tradicionales no pudieron protegerles de las inclemencias del tiempo, y perecieron de frío y enfermedades. El último gurú, antes de morir, lo atribuyo a una maldición de los dioses, por haber tardado mucho en castigar al innovador de las cabañas. 

Las otras aldeas sobrevivieron. El que había alquilado sus nuevas chozas las dejó más tarde en herencia a su prole numerosa, que resultó ser poco amiga del trabajo, por lo que no aprendieron ni las habilidades de su padre ni a cazar. Ellos y su descendencia acabaron muriendo de hambre. 

El primer inventor enseñó a sus hijos la técnica. Uno de ellos la mejoraría, muchos años más tarde. Pero al cabo de un tiempo, un cambio climático –uno de los cientos que ha habido en la historia del planeta, mucho antes de la aparición del género humano- extinguió las nuevas plantas que habían empleado. No supieron adaptarse. Entre tanto, otro miembro de la tribu había aprendido a mejorar las cabañas tradicionales, utilizando los antiguos materiales que habían sobrevivido, pero incorporando las nuevas técnicas constructivas. De ese modelo nacerían las primeras casas dignas de ser llamadas tales. 

Y así ha seguido siendo desde entonces. Con el fuego y la rueda, con el telescopio y la máquina de vapor, con el papel y la tinta, la vela y el remo, la electricidad y la electrónica, con cada ingenio que el talento y el esfuerzo de una persona excepcional ha producido y por tanto ha puesto al servicio de sus semejantes. En eso consiste la evolución de la humanidad. 

La especialización en el trabajo y la libertad para realizarlo y mantener sus frutos, incluyendo la libertad de las personas para desplazarse ellas –emigración- o el producto de su trabajo -comercio- son los motores del desarrollo humano. Pero no aparecen porque sí. Necesitan de tres pilares sobre los que fundamentarse: los principios básicos del capitalismo. 


Las bases capitalistas –y únicas- del desarrollo 

El desarrollo humano se basa en tres principios: el conocimiento y las letras, la libertad y la ley. Esta regla de las tres L es universal, para todos los niveles de desarrollo y todas las épocas históricas. Los pensadores liberales descubrieron esa realidad y toda su doctrina está dedicada a razonarlo y explicarlo. 

Toda persona, aldea, pueblo, comunidad o nación requiere de conocimientos que le permitan obtener de la naturaleza los bienes necesarios para subsistir y mejorar su vida. Cuanto más conocimiento, más bienes, con menos esfuerzo. Muchos países están repletos de recursos naturales, pero sus habitantes no son capaces de aprovecharlos, y es esto lo que les sume en la pobreza. En el África Subsahariana la mayoría de la población apenas sabe cultivar adecuadamente sus tierras, la más básica de las tareas. Ahí está la raíz elemental de sus enormes dificultades para subsistir: en la falta de conocimientos. Y no son menos importantes que las “letras” el que dentro de una comunidad estén extendidos conceptos tales como responsabilidad individual, organización, educación cívica, puntualidad, disciplina y demás, que permiten que las personas puedan colaborar entre sí de una forma ordenada y eficiente. El principal activo de un país es pues la cultura de sus habitantes, la cantidad de personas letradas dentro de su población. Al concluir la Segunda Guerra Mundial Alemania era sólo un montón de escombros. Diez años después era de nuevo una potencia industrial de primer nivel. La guerra había destruido todo lo material, pero no el principal activo del país: su población letrada y organizada. Sobre esa base todo es posible. Es la formación, el saber, la primera clave del desarrollo. Pero no es bastante. 

Es necesaria la libertad para que cada uno pueda aplicarse a aquello que realiza mejor, para poder ir a allí donde su trabajo puede valer algo, para poder vender su trabajo donde se lo puedan comprar, poder desarrollar su creatividad donde pueda vivir de ello. Sin esa libertad, el conocimiento se estanca y no se desarrolla y por tanto se pudre y se extingue. Pero la libertad sigue sin ser bastante. 

Es necesaria la ley. Pocas personas pueden defenderse por sí mismas y ninguna puede sola frente a una aplastante superioridad numérica. Es necesario que las leyes garanticen de forma efectiva la vida y la propiedad, es decir, la libre disposición del trabajo y de sus frutos, frente a los abusos de los más bestias. Si no, no merece la pena arriesgarse, esforzarse más y mejor. Si no, nadie ejercitará su libertad para mejorar el conocimiento, para producir más y mejores bienes. Si el derecho a la propiedad, es decir, el derecho a disponer libremente de los frutos del trabajo, no está garantizado, nos convertimos de hecho en esclavos, entes forzados a trabajar para otros, sin libertad para escoger, sometidos a la fuerza de los más o de los más poderosos. En todo caso, víctimas de la misma impotestad, de la misma ilegitimidad. 

No existe ninguna diferencia entre la propiedad del trabajo propio y la herencia. Las personas que producen bienes tienen derecho a disponer de ellos. Y de todas las manos que contribuyen a su creación, no son más importantes las que tocan directamente la tierra, o el metal, o el teclado, si para la realización de su trabajo previamente requieren de las manos que organizan, las manos que inventan, las manos que arriesgan, las manos que proponen a otras manos un trabajo a realizar. Es el que emprende algo nuevo el que crea el trabajo. Por eso tiene derecho al bien resultante. Porque sin él los demás no tendrían ese trabajo. El propietario de ese bien, de ese fruto del trabajo que se ha ejecutado gracias a su decisión, tiene derecho a hacer con ello lo que le plazca, porque lo contrario sería un robo, él sería un esclavo. Y entre esos derechos, el de dárselo a sus hijos o a quién él desee. La herencia es una manifestación más del derecho inalienable a la propiedad, a los frutos del trabajo. Cualquier interferencia no deja de ser otra intromisión en la libertad de las personas, en su derecho sobre su vida y su trabajo. 


La importancia del dinero 

La especialización del trabajo, clave del desarrollo humano, requirió de un hito esencial: la posibilidad de evaluar los trabajos. Un cazador prefería correr durante una semana y entregar parte de sus presas al que construía las mejores cabañas. Otro, al alfarero. Otro, al herrero. Otro al que fabricaba carros. Pero no era fácil saber cuántos venados exactamente valían tres ánforas. Ambas partes valoraban su propio trabajo y al mismo tiempo querían el fruto del trabajo de la otra. Así que llegaban a un acuerdo, pero no era fácil, no era objetivo, a veces podía dejar la sensación de que era un mal negocio. Y era muy difícil de repetir. 

El día en que la humanidad comenzó a encontrar algo común que valorar, como la sal, las piedras perforadas o el oro, y todo el mundo, por el aprecio compartido que tenía hacia aquel bien, aceptó cambiar su trabajo por aquello que más adelante podría canjear nuevamente por lo que necesitase, el día que apareció el dinero, la civilización dio uno de sus grandes pasos adelante. Nada como el dinero ha hecho avanzar a la especialización del trabajo. Una jornada de trabajo podía así cambiarse por un saco de sal, que mañana podría a su vez ser convertido en pan o en un vestido. Y muchas jornadas podían acumularse de la misma manera, y servir para comprar más tarde algo mayor, como un horno o un taller en funcionamiento. El trabajo podía guardarse, se podía almacenar para cambiarlo en el momento oportuno, en la cantidad necesaria, cuando se desease. El trabajo acumulado, la propiedad, el capital, podía también desplazarse sobre la faz de la tierra. 

El dinero nos permite valorar el trabajo de forma rápida y eficiente. El trabajo de cada persona vale lo que aporta al resto, lo que los demás están dispuestos a darle a cambio de su propio trabajo. Otra cosa es esclavitud. La persona que sólo sabe barrer sólo puede cambiar legítimamente su trabajo por aquella cantidad de dinero a la cual otra persona esté dispuesta a renunciar por no ser ella la que barra, en cada momento y en cada lugar. Cada uno valora su propio dinero porque valora su propio trabajo. 

Hace casi 3.000 años que se creó un consenso acerca de que el oro era el metal más preciado, por lo estable de su cantidad, por sus propiedades intrínsecas, de resistencia y belleza. Y su uso se hizo más fácil con la acuñación de la moneda. 

Entre tanto, los herederos de aquel jefe de la partida de caza, los descendientes morales de los gurús del tótem, fueron haciéndose más fuertes con la riqueza que también ellos podían acumular, no en virtud de su trabajo, sino de la apropiación más o menos violenta, basada en el temor que inspiraban, por la violencia y la superstición. Ambos constituyeron las primeras manifestaciones del Poder Político. 

El Poder Político quería dinero para su propia existencia. Para su Ejército, que le permitía conseguir más dinero no trabajado, a través del uso de la fuerza y su amenaza. Para sus Sedes –Cortes y Templos- donde se gastaba igualmente en bienes no productivos -que no generaban más riqueza-. Y como no tenía bastante con la recaudación de los impuestos, encontró nuevas formas de apropiarse del trabajo ajeno. Primero exigió el monopolio de la acuñación de monedas. Pero eso sólo era un paso intermedio para alcanzar su fin: poder deteriorar la calidad del metal, realizar un fraude en el valor del dinero, manipulándolo. Tan extendida está esta práctica en todas las manifestaciones del Poder Político a lo largo de la historia, que el establecimiento de una unidad estándar y estable de alta calidad en el dinero ha sido siempre un hecho extrañísimo, hasta señalar algunos de los momentos luminosos de las correspondientes civilizaciones, en Atenas, Roma, Constantinopla o Córdoba. 

Pero la gente no quería ser engañada. Si el oro o la plata recibidos no eran de calidad, iban encontrando la forma de averiguarlo. No querían cambiar su trabajo por esas monedas de metal adulterado. Querían la misma cantidad de oro por el mismo trabajo. Pero como cada moneda contenía menos oro que antes de ser manipuladas por el Poder Político, se necesitaban más monedas para reunir la misma cantidad que antes del fraude. Como los precios estaban fijados en monedas, los precios subían. La gente no entendía lo que pasaba. El valor del mismo trabajo debería ser parecido en el tiempo –se decían y con razón- pero ahora cada vez se cambiaba por una cantidad distinta y mayor de monedas. Había aparecido la inflación y el desconcierto que siempre ha traído consigo. La inflación es el mayor robo realizado a los trabajadores a la largo de la historia. 

El descubrimiento de América produjo un hecho sin precedentes en la historia del dinero. La cantidad de oro disponible, que había permanecido muy estable durante miles de años, se multiplicó y los precios en todo el mundo subieron consecuentemente: había más oro para la misma cantidad de bienes y trabajo. Los primeros economistas científicos fueron algunos sabios castellanos que analizaron con éxito qué había pasado con los precios de la lana y el trigo de la Monarquía Católica. Y aún así, el Poder Político, en la torpeza que da la soberbia, utilizó ese oro extra para financiar a sus enemigos: pagaban con él a sus ejércitos y a sus banqueros, que empleaban al final ese mismo dinero en comprar las mercancías que producían las industriosas y comerciales Provincias Unidas sublevadas… Y se siguió recurriendo a la manipulación de la moneda. No siendo bastante, el propio Poder Político del Imperio Español se declaró en quiebra y hundió al sistema financiero mundial en varias ocasiones. Pero a pesar del brusco impacto de la riada del oro americano recién descubierto, dada la excepcionalidad del episodio, ese noble metal continuo representando la base del sistema dinerario mundial durante siglos. 

La rebelión contra el Poder Político que en cierta medida supuso la Reforma Protestante debilitó los dos pilares de aquel –el Trono y el Altar- y facilitó el desarrollo de las letras, de la libertad y de las leyes que las protegen. Y de esta forma, un planeta que hace sólo mil años apenas podía alimentar a 200 millones de personas, ha pasado a sostener a 7.000 millones y podría hacerlo con muchísimos más, amén de proporcionar una esperanza de vida y una cantidad de bienes que hacen la vida agradable, que parecían imposibles hace apenas tres generaciones. 

El papel moneda fue otra gran invención que permitió dar mayor movilidad al dinero, y por tanto más facilidad a la especialización del trabajo. Consecuentemente, aceleraba el desarrollo humano. Hubo particulares que emitieron distintas formas de papel moneda -es decir, recibos equivalentes al oro guardado en algún lugar seguro- para evitar los riesgos y molestias del desplazamiento físico del oro. Los papeles podían cambiarse por dinero en el lugar y fecha oportunos. Y la probidad de los emisores, la certidumbre asentada con el tiempo acerca de que esos papeles podrían en cualquier momento convertirse en oro, hizo que el papel-moneda fuese siendo valorado y empleado de forma cada vez más extendida. Lógicamente, en algunos momentos esa práctica, como cualquier otra actividad humana, generó fraudes. Hubo quienes no evitaron la tentación de emitir más papel que el oro que representaba. Pero durante siglos, las letras de cambio y otros documentos, papeles, que equivalían al dinero, al oro que les daba respaldo, emitidos por entidades privadas, fueron de absoluta validez en los intercambios comerciales en el mundo. Los fraudes fueron siempre menos que los acuerdos honrados: si no, no habrían existido ninguna de las formas de papel-moneda empleadas. 

Sin embargo, el Poder Político, justificándose siempre en evitar las estafas, decidió, tan tempranamente como había hecho con la acuñación, apropiarse también del monopolio de la emisión de papel-moneda. Entonces los fraudes sí que fueron espectaculares, de dimensiones internacionales. Como tahúres expertos que conocen las trampas de los otros, las distintas instancias de Poder Político -los llamados Estados Soberanos- decidieron establecer algunas reglas acerca de la cantidad mínima de oro que debían poseer en función del papel moneda emitido. Debido, entre otras razones, a que esos acuerdos no se respetaban, los valores de las monedas fluctuaban entre sí. De esta forma, además de la disparidad de precios en el tiempo -inflación- había aparecido la disparidad de precios entre países –los tipos de cambio-. Como no todas las manifestaciones del Poder Político son iguales, la gente demandaba si podía el papel moneda que parecía más "decente", es decir, el respaldado por leyes que respetasen la libertad y la propiedad. Así, hasta la Primera Guerra Mundial, el preferido fue el emitido por el Gobierno del Imperio Británico. Desde la Segunda Guerra Mundial, los dólares de los Estados Unidos de América. Se daba además la circunstancia de que en 1945 allí se podían comprar más de la mitad de los bienes que el trabajo humano producía en todo el mundo. 

Pero el Poder Político es intrínsecamente perverso. En el mejor caso, un mal necesario. Porque "poder" significa siempre "poder hacer daño". Y el Poder así lo entiende y le es moralmente indiferente: forma parte de su naturaleza. El Poder Político siempre ha dispuesto de la fuerza porque siempre ha considerado su derecho el actuar al margen de las normas generales que rigen los acuerdos entre particulares. Y eso, lamentablemente, no presenta en lo esencial grandes diferencias entre países. 

Así que el dólar americano, por la fuerza de los hechos y de las armas, pasó a reemplazar al oro como respaldo del papel-moneda del resto de los países. Y muy poco tiempo después, embriagado por su propia grandeza, aquel Poder Político asumió guerras imposibles, que no podía pagar, por lo que al final también él decidió olvidarse del oro. Su fuerza se lo permitía. Había nacido la circulación fiduciaria pura. Expliquemos este truco. 

Desde el 15 de Agosto de 1971, fecha en que los dólares dejaron legalmente de poder ser cambiados por oro, los billetes no representan una cantidad de oro que un banco central teóricamente respetable guarde. No. Ni siquiera una cantidad de dólares. Tampoco. Desde entonces las monedas tienen sólo un valor relativo entre ellas. Quien quiera comprar en Suiza, que compre francos suizos. Quien quiera comprar en Japón, que compre yenes. Quien quiera comprar en los Estados Unidos, que compre dólares. Y como en aquel país se podían comprar la mayor y mejor parte de los bienes del mundo, por extensión, los dólares servían para comprar en todas partes. Eso determinaría el precio de las diferentes monedas entre sí, sus cotizaciones. Pero tampoco esa regla se respetó. 

El Poder Político en España, por ejemplo, si veía que no le convenía el valor de cambio de su papel respecto al dólar, decidía un día que, desde ese momento, su peseta valdría menos dólares. Y todo el mundo tenía que aceptar esa arbitrariedad, porque para eso el Poder Político tiene la posibilidad de decidir qué es legal y qué no lo es, aunque eso represente un robo para aquellos sometidos a ese poder. Hay países cuyos gobiernos, al tener que reconocer en algún momento todas las trampas realizadas, han decidido que la moneda, desde ese día, valga cien veces menos que el día anterior. Sí, cien veces. Esto significa que los ahorros de todo el mundo pasan a valer un 99% menos, en sólo veinticuatro horas. Y consecuentemente aparece la hiperinflación: los precios que hay a la entrada del supermercado son mayores cuando se sale media hora después. La hiperinflación es la manifestación extrema de la capacidad del Poder Político para robar sin ningún tipo de límite a las personas a él sometidas, que no en vano, y ya sin disimulo alguno, son llamados universalmente así: los sometidos. No otra cosa significa la palabra "súbdito". 

Como la circulación fiduciaria –los billetes- termina por ser no menos engorrosa y arriesgada que la del oro, se hacen imprescindibles instituciones que sirvan de almacén y custodia. El dinero pasa a ser, en la mayoría de los casos, y sobre todo en el mundo más desarrollado –es decir, el que más dinero tiene- una mera anotación en los libros de una empresa especializada, llamada banco. La importancia de ese hecho lleva al Poder Político, -siempre tan atento a nuevas oportunidades de controlar y robar a sus súbditos- a establecer el número de bancos que pueden existir -no son empresas libres- determinar cómo tienen que funcionar -no son empresas libres- e inspeccionar que esas normas se cumplan de forma exhaustiva: son empresas hipercontroladas. 

Las entidades financieras son pues las menos capitalistas de las empresas que existen. En todo el mundo son meras prestatarias, previa autorización del Poder Político, de un servicio del que dicho Poder Político tiene el monopolio. Porque el Poder Político sabe perfectamente –tiene muy buenos cerebros a su servicio- que la capacidad de anotar dinero en cuentas equivale a la capacidad de imprimir dinero, y no está dispuesto a renunciar a ese control absoluto. 


Brevísima explicación de la crisis actual 

Ni las doctrinas de Gandhi, ni las de Marx, ni las de Stalin, ni las de Mao, ni los millones de muertos que los tres últimos causaron han hecho más que agravar los padecimientos de los pobres del mundo. Sólo cuando éstos, tras los estrepitosos fracasos de los proyectos socialistas de sus Poderes Políticos, comenzaron a poder aplicar las bases capitalistas –y únicas- del desarrollo, cuando el incremento, aunque precario, del conocimiento, de la libertad y del respeto a las leyes comenzaron a hacer su trabajo, especialmente en Asia, la cantidad de bienes que el mundo ha conocido se multiplicó y se abarató. Las grandes masas humanas de China e India comenzaron a comer con regularidad, a mejorar su calidad y esperanza de vida. El mundo globalmente se hizo un lugar más rico y más agradable. 

La mayoría de los asiáticos comenzaron a hacer lo que siempre habían querido: ahorrar para mejorar la calidad de su vida futura y la de sus hijos. La mayoría de los occidentales, lo que siempre habían querido: gastar todo cuanto fuera posible. 

Pero el Poder Político en la mayor parte de los países de Occidente, controlador y único responsable -no lo olvidemos- del sistema financiero, no cumplió con su misión. Encantado de ver a sus súbditos felices –y de los impuestos crecientes que recaudaba- permitió la multiplicación del dinero virtual mediante la aparición de productos financieros sofisticados que conocía y no quiso controlar. Fomentó que, con ese dinero artificial creado por los bancos, contrajesen deudas quienes jamás podrían pagarlas con su trabajo, pero sí votarles en las siguientes elecciones. Provocó irresponsablemente una ola gigante de inflación en los precios de las viviendas, de las acciones de las empresas, y al mismo tiempo, un brutal endeudamiento. Ninguno de sus inmensos y omnipresentes controles avisó ni actuó, salvo para acelerar el gran fraude. Las actividades productivas fueron menos rentables y la especulación se convirtió en un magnífico negocio, que hacía millonarios de la noche a la mañana. Las personas que se endeudaban actuaban en la mayoría de los casos de forma racional: lo que compraban valdría en breve mucho más que su deuda. Era absurdo no endeudarse. 

Ni el Poder Político ni la banca por él controlada hicieron otra cosa que beneficiarse de esa inmensa marea de mentiras y riquezas irreales. El primero, porque se hacía responsable del crecimiento económico que los números calculados con ese dinero ficticio parecían manifestar y eso le hacía ganar votos. La banca, porque sus directivos ganaban dinero, mucho dinero, aplicando los trucos contables que el Poder Político (recuerden Basilea II) había inventado para mejor controlarla. 

¿Y cómo fue esto posible?, preguntaría en su aldea la viejecita que aún no olvidó la decencia y la sensatez que le enseñó su abuela… Pues porque el valor del trabajo, el valor del dinero, está manipulado por el Poder Político, directamente y a través de la banca, y de una forma incontrolable desde 1971. Y esta manipulación ha alcanzado tal nivel, tal tamaño y durante tanto tiempo que cuando al final ha llegado el momento de saber lo que realmente valen los bienes y el trabajo, todo ha explotado como la inmensa burbuja de fraude que es. El hecho de que sea el Poder Político, con todos los atributos de dignidad, honor y grandeza con que se ha cubierto, el principal y casi único responsable de este desastre, tan gigantesco como sólo a él le es posible conseguir, aunque no sorprenda, da muchísimo miedo. Por eso es tan difícil reconocer la situación, incluso para las personas conscientes. 


Conclusión primera, triste pero real 

Quien acaso haya sido el principal servidor del Poder Político causante de este desastre, el anterior responsable del control de los bancos de Estados Unidos y de la cantidad de dinero en circulación, Alan Greenspan -devoto otrora de Ayn Rand y del patrón oro- escribe en estos días arrepintiéndose de los excesos de dos décadas de embriaguez de dinero ficticio y recomienda volver a la ortodoxia del dinero de verdad. Lástima que lo haga cuando carece tanto de poder como de credibilidad. Esto nos recuerda que el ejercicio de la libertad implica estar siempre alerta en defensa de la verdad. Qué ésta sólo representa lo que consideramos cierto en función de hechos comprobados que no se han demostrado falsos. Y que sólo nuevos hechos contrastados empíricamente pueden alterar las premisas y permitirnos cambiar las conclusiones lógicas anteriores. No hay autoridad, por poderosa que sea, que pueda imponerse a la razón, al menos en el santuario de cada conciencia. Así que hoy, con más certeza aún que antes de la crisis, se puede afirmar que no hay más opción para salir de esta colosal estafa y no repetirla, que tener un patrón objetivo mundial de evaluación de la riqueza, fuera del alcance de la inmensa capacidad manipuladora del Poder Político. Y hasta la fecha no se ha demostrado que exista uno mejor que el oro. 

Pero no espere la abuelita decente en la aldea escuchar esa respuesta, no. La que escuchará es lo que más podría desear el gran responsable, el Poder Político. Que la culpa la tiene el capitalismo y la banca, que la culpa la tienen los especuladores, los empresarios, los ricos y los ambiciosos, los que consumen… que la culpa la tiene en definitiva usted, el súbdito, que no sabe lo que quiere, que no sabe administrarse, que no sabe organizar su vida. Así que lo que se ha ganado usted es que el Poder Político tome más control sobre su vida, sobre su libertad y sobre los frutos de su trabajo. Así no podrá cometer más errores. Usted trabaje y calle. El Poder Político ya pensará por usted. 

Se oye hablar con desparpajo y suficiencia acerca de la necesidad de implantar controles a “las ciegas fuerzas del mercado”. ¿Cuáles son esas fuerzas? Son los padres y madres de familia que deciden qué hacer con sus ahorros, cuándo comprar una casa o un coche, a qué colegio llevar a sus hijos, qué hacer en sus vacaciones, a qué ciudad mudarse. Son las personas que dirigen empresas que ellos mismos han creado o han hecho crecer, que son responsables del trabajo de otras muchas personas, de lo cuál son también conscientes. 

Lo que hay que plantearse, en cambio, es: ¿por qué el Poder Político va a imponernos más controles? ¿Con qué legitimidad? ¿Sabe él mejor que las personas qué es lo que les conviene? ¿A qué político conocido –no imaginario- confiaría usted las decisiones fundamentales de su vida y de la de sus hijos, antes que a su propio criterio? 

La solución no pasa por más imposiciones. No se trata de eso, sino de más libertad. No se trata de que el Poder Político controle a la sociedad más, sino de lo contrario: que ésta pueda establecer criterios que el propio Poder Político no pueda manipular. Ellos nos dirán: “Nosotros sabemos más”. Podemos responder que sobre nuestra vida nadie sabe más que nosotros. Y que si ellos saben tanto, ¿cómo no evitan estos desastres, estos inmensos fraudes, esos grandes fiascos que sin su participación activa y pasiva no serían posibles? 

Desde finales del siglo XIX el Poder Político asume cada vez más y más control sobre nuestras vidas. Nos quita una parte cada vez mayor de nuestro trabajo. Nos impone más limitaciones al libre movimiento por el planeta –de turismo sí, claro, pero no para trabajar y vivir-. Nos dicen que “eso es la sociedad del bienestar y que gracias a eso todos vivimos mejor”. Parece increíble que una mentira de ese calibre pueda durar tanto tiempo. 

En España, de cada 100 euros que una empresa está dispuesta a pagar por el trabajo de una persona, sólo 75 son vistos por el trabajador. Digo “vistos” porque sólo 59 le son ingresados efectivamente en su cuenta, como máximo. Después tiene que pagar hasta un 70% en impuestos adicionales sobre las mercancías que compra, sobre cualquier transacción que realice, de manera que sólo 40 euros llegan a estar realmente en sus manos para disponer libremente de ellos. Y eso, en el mejor de los casos. El Poder Político inventa nombres distintos para cada una de esas cargas. E inventa también formas rocambolescas de calcularlas, para decirnos que no es cierta esa opresión, ese robo. Pero pregunte si no lo sabe cualquier trabajador a su empresa cuánto cotiza a la Seguridad Social por él –un dinero que la empresa le pagaría con gusto al trabajador, porque al cabo es el dinero que está entregando por ese trabajo, da igual quién lo perciba- y haga esa misma cuenta, considerando todas las retenciones y tipos fiscales, el IVA, los impuestos especiales y demás cargas que personalmente soporta. 

“Sea solidario”, nos dirán: “eso es lo que hace mejor a la sociedad”. ¿Sí? Hace 30 años había en España 8 millones de pobres. Así lo manifestó el primer informe de Caritas sobre la pobreza. En el último, este año, la cifra sigue siendo la misma. Los fondos de la Seguridad Social no podrán pagar las pensiones de los que ahora están entregándoles el 30% de sus salarios reales. Los propios miembros del Poder Político, como todo el que puede permitírselo, envían a sus hijos a colegios privados. Todo el que puede hace el esfuerzo de pagar una sanidad privada. Las mejores carreteras, las únicas con un mantenimiento respetable, son privadas, de peaje… ¿Y eso es lo que tan bien hace el Poder Político con un 60% de nuestro trabajo? ¿No será al Poder Político al que hay que controlar? 

No desconfío por sistema de mi vecino. No quiero vivir así. Le doy una oportunidad para comprobar si es educado, amable y colaborador. Suele resultar que sí lo es. Confiamos en la empresa que fabrica la leche que compramos, la marca de coche que escogemos. Confiamos en el supermercado al que vamos con nuestra familia. Confiamos en el colegio privado o en el médico privado al que, si podemos, llevamos a nuestros hijos. Si no nos gusta lo que recibimos, cambiamos de producto, de empresa, de profesional, reclamamos, escogemos otra opción. Confío en mis vecinos y en las empresas y personas que me ofrecen mercancías y servicios que yo escojo comprar. Libremente elegimos cambiar nuestro trabajo por el trabajo de otros. Si no nos obligan a trabajar ni a comprar, todo comercio es justo. Los precios, si el Poder Político no los manipulase, reflejan qué es más razonable hacer con nuestro trabajo y con su acumulación. Si es mejor comprar un coche u otro. Si es mejor que la comunidad construya un puente o un aparcamiento público. 

Pero desconfío de aquellos que desean mandar. Desconfío de aquellos que no desean ir a trabajar todos los días a una empresa, sino acudir a un lugar -en un coche que yo les pago- donde se decide qué se va a hacer con el fruto de mi trabajo que ellos me quitan, donde quieren decidir qué puedo beber o comer, dónde puedo vivir, cómo organizar mi vida, qué deben incluso saber mis hijos sobre la decencia. Desconfío de personas que llegan hasta allí porque alguien que nadie escogió los colocó en una lista que no puedo cambiar. Desconfío del Poder Político, porque tiene el monopolio de la fuerza, porque puede espiarme, detenerme, llevarme a la cárcel, utilizar los medios de comunicación que controla para desacreditarme sin remisión. Desconfío de todos los colaboradores del Poder Político porque forman parte de él y de su naturaleza. Desconfío también de unos señores que a pesar de no trabajar desde hace décadas, dicen representar a los trabajadores, aunque no han sido elegidos siquiera por el 20% de ellos. Tengo que desconfiar cuando defienden sus propios privilegios, los que el Poder Político les concede, y lo hacen además en nombre de los trabajadores, cuando es a los auténticos a quienes les están restringiendo su libertad y su posibilidad de trabajar, haciéndonos a todos cada vez más pobres y menos libres. Tengo que desconfiar y temer cuando recurren a la amenaza, la intimidación, la destrucción de bienes o la retención de personas para imponer sus objetivos, y el Poder Político no sólo no me protege de ellos, sino que les ampara. 

¿De quién debemos desconfiar más? ¿De aquellos a quienes los medios de comunicación señalan: las empresas? ¿Debemos desconfiar de quienes crean puestos de trabajo para producir bienes y servicios que nos hagan la vida más agradable y que nosotros podemos adquirir o no libremente? ¿No deberíamos desconfiar más de alguien que desea mandar, quitarnos nuestro dinero y administrarlo él, porque en el mejor de los casos, cree que lo hará mejor? ¿Debo desconfiar de una empresa a la que simplemente puedo ignorar si quiero? ¿No es más digno de desconfianza, no está más necesitado de control un Poder Político que está en todas partes vigilando y dirigiendo mi vida, tiene la capacidad de destruirla y está invadido de una infinita soberbia acerca de sus funciones y capacidades? 

En definitiva, confío en aquello que veo y donde siento y percibo que decido libremente. Desconfío de aquellos que quieren ejercer poder sobre mí, restringir mi libertad, hablar sin derecho en mi nombre. Y desconfío porque me han demostrado, y en esta crisis de forma brutal, que no saben ni quieren ejercer su mínima y fundamental misión de hacer respetar las leyes básicas de la libertad y la posesión de los frutos del trabajo. Desconfío porque no aprenden. Desconfío porque van a peor. 

Cuando en estos días uno oye hablar de “refundación del capitalismo”, del “fracaso del capitalismo”, de “la caída del muro de Berlín del capitalismo”, un escalofrío de temor le recorre la espalda, al ver que las más negras previsiones de un mundo invadido por la mentira, las peores pesadillas de los liberales de siempre, se están haciendo reales. 

Esta crisis de 2007, cuyo fin dista mucho de estar próximo, es la crisis del “socialismo de todos los partidos” que es la religión que profesan todos los Poderes Políticos de la tierra, llámense de derecha o izquierda. Es la crisis de un sistema en que el Poder Político, no la libre decisión de las personas, determina el valor del trabajo, mediante la manipulación del valor del dinero, al que han alejado deliberadamente de la referencia estable que el oro proporcionaba. Es la crisis de un sistema en que el Poder Político, no la libertad de las personas, fija el valor de las monedas entre sí, transfiriendo de unas naciones a otras una riqueza que más tarde no podrá ser pagada. Es esto lo que causa el estupor de China: que los Estados Unidos nunca van a pagarles los artículos que les compraron a crédito. Es la crisis de un Poder Político que dice que nos vigila por nuestro bien pero que es incapaz de controlar el único sector económico enteramente regulado y sometido a sus normas políticas. Es la crisis de la idea perversa de que un Poder absoluto puede regular la vida de las personas mejor de como ellas mismas pueden hacerlo, en uso de su libertad, desarrollando su trabajo. 

Pero nada de esto oímos. Sólo hablar de especulación, capitalismo salvaje, empresarios codiciosos, y demás. Cuando el hecho es que un personaje que no genera riqueza sólo se puede hacer multimillonario gracias a las trampas que suscita y permite el Poder Político, algo imposible en un mercado transparente y libre, es decir, capitalista. No todo lo que tiene que ver con el dinero es capitalismo. Al contrario. Entre otras cosas, porque la mayor parte del dinero acumulado es gestionado por el Poder Político: precisamente aquel que no lo produce. El capitalismo es el trabajo y la libertad, la acumulación de ese trabajo y la voluntad de arriesgarlo para generar más riqueza, más libertad. 

La grande y triste paradoja de nuestro tiempo es que el Poder Político, el Tirano de siempre, enmascarado como habitúa en los oropeles más adecuados a su época, ejerce un control tal que incluso puede manipular el significado de las palabras, que es la forma en que los seres humanos se hablan entre sí y con su propia conciencia. Y su gran éxito ha sido que la mayoría de las personas no entiendan el mundo en que viven, que crean como real una inmensa mentira, que no puedan apreciar la verdad de su propia existencia y consideren enemigas a las únicas ideas que respetan a los trabajadores del mundo, mientras que éstos están cada día más prestos a someterse a una opresión creciente. 


Praga, París, Woodstock 

En 1968 los colectivistas perpetraron terribles ataques contra la libertad. El más patente, los tanques soviéticos aniquilando las esperanzas democráticas de Checoslovaquia. Pero ese no fue el peor. Ni siquiera que sus agentes tratasen de subvertir la democracia francesa, en nombre de esas ideas totalitarias, desplegando las banderas rojas de la dictadura, la barbarie y el gulag. Lo realmente letal fue que esa intentona golpista del “Mayo francés” se convirtiera en una referencia “en nombre de la libertad”. Que la prensa, los cantantes pagados por el Poder Político, sus cineastas en nómina, hayan exaltado durante cuarenta años a unos alteradores del orden público que pretendían aniquilar un régimen democrático e implantar la misma dictadura que regía en una potencia enemiga. Y fue letal porque esa inmensa y persistente manipulación ha supuesto una claudicación colectiva de la razón y de la defensa de la libertad. Pero al año siguiente aún hubo algo peor, un tercer ataque. Y ese fue en el mismo corazón del capitalismo. Fue en un prado de Norteamérica, en el que durante varios días miles de personas se drogaron, se degradaron a sí mismos en la promiscuidad, la indecencia y la holgazanería y convirtieron en himnos las canciones que pregonaban la desidia, la desesperación y la animalización de la persona. Esos son los valores que pretenden oponer a los del capitalismo: totalitarismo, subversión, vagancia, irresponsabilidad y desprecio por todo cuanto Occidente ha considerado digno mientras construía la civilización. E increíblemente, parece que, en el plano del asentimiento social, han triunfado. 

Pero la verdad está hecha de una materia que no le permite doblarse al capricho ni la moda. Y la razón nos sigue diciendo que es valioso levantarse cada día para trabajar. Valioso es trabajar para crear cosas. Valioso es producir coches seguros que nos acercan a quienes queremos, trenes de alta velocidad que reducen las distancias, aviones que permiten a todo el mundo viajar, dispositivos que almacenan y reproducen el tesoro de la música en cualquier lugar, libros electrónicos que colocan la cultura universal al alcance de la más remota aldea, teléfonos móviles que multiplican nuestra capacidad de comunicarnos, vacunas que salvan vidas, vestidos asequibles para todos, nuevos sistemas para obtener energía, redes informáticas que permiten conocer y denunciar las injusticias, conectarnos el resto del planeta... Valiosos son todos los bienes fruto del trabajo humano que nos pueden hacer la vida más larga y más agradable, cada vez a más gente. “La sociedad de consumo”, la desacreditan. ¿Por qué no decir “la sociedad de la creatividad, la sociedad de la riqueza, la sociedad del bien”? ¿A qué otra cosa hemos venido al mundo, sino a descubrirlo, disfrutarlo, mejorarlo? ¿Qué bien mayor que crear mediante nuestro trabajo? ¿Y qué otra sociedad es mejor? ¿Volvemos a las chozas del bosque, a la tribu, la barbarie y los treinta años como esperanza de vida? 

Una sociedad que denigra al que genera dinero, se lamenta sistemáticamente del trabajo al que cada uno se dedica, pero que al mismo tiempo sólo desea más bienes que disfrutar, menos responsabilidades que asumir, y para ello no duda en promover a un Poder Político que quita lo suyo al que produce para dárselo arbitrariamente al que no, es una sociedad que ataca sus propios cimientos y por tanto está condenada al fracaso. Porque libertad y responsabilidad están inseparablemente unidas, y cuando se rechaza la segunda se pierde la primera. Pero todo tiene un precio: la acomodaticia sumisión a la tiranía no sólo nos roba nuestra dignidad como personas. Aunque la senda sea larga, y el final parezca lejano, es también el camino inevitable hacia la pobreza. 

Nada de esto es nuevo. Todo está dicho desde hace un par de siglos. Pero nunca la mentira se paseó con tanto descaro. Y nunca tuvo tanta posibilidad de hacer daño a tantos. Hoy más que nunca, defendamos al capitalismo, al sistema económico que premia el esfuerzo, el trabajo, y la innovación. El sistema de la libertad y de la dignidad de la persona humana. El sistema de la decencia. Aunque nos cueste enfrentarnos al Poder Político y su conjura de lacayos y necios. 

Y no nos engañemos. Ésta no es una cuestión teórica, sino una cuestión ética y, por tanto, personal. Tenemos que escoger entre crear con nuestro trabajo o mendigar y saquear el trabajo de otros. No hay alternativa. Cada uno de nosotros nacemos con la responsabilidad de elegir bien. Hombres mejores que nosotros murieron para que tuviésemos esa libertad de elegir. 


Antonio Rubio Merino 
Madrid, 22 de Octubre de 2009

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